*Por José Luis Zampa
Cuando una familia se endeuda para salir del pozo y evitar, por ejemplo, que le embarguen su casa o su auto, no festeja porque le hayan dado un préstamo. El sentimiento que predomina en la psiquis de los deudores es una mezcla de sobresalto y ansiedad. Una sumatoria de preocupaciones que estresan al punto de alterar la dinámica cotidiana, pues papá y mamá saben que han profundizado su endeudamiento y que el futuro puede tornarse más oscuro de lo imaginado si no toman las decisiones adecuadas.
Ergo, son conscientes de que en el plano coyuntural respiran una tranquilidad pasajera, pero al mismo tiempo saben que la meta no se reduce a estirar los plazos de las obligaciones contraídas, sino a gestionar correctamente la propia economía para cumplir con los acreedores antes de caer en un proceso ejecutivo que los deje sin nada.
Lo mismo sucede con los Estados. El contraer deuda sobre deuda implica una demostración de ineficacia administrativa que desnuda las limitaciones del país de que se trate. ¿Cuáles son esas defecciones? En el caso de la Argentina, el acto fallido de los apóstatas que llegaron con promesas de terminar con los privilegios de una casta corrupta de políticos tradicionales pero -lejos de aquel compromiso- reemplazaron a la generación anterior con un nuevo modus operandi que no se tradujo en un cambio de fondo sino todo lo contrario: los negocios espurios continúan, agravados por la crueldad de un ajuste que perjudicó a los estratos más sensibles, desde jubilados a personas con discapacidad, desde industriales a productores primarios.
La casta vieja fue suplida por una nueva casta nepótica donde un hermano presidente, contra toda lógica de las buenas prácticas de la función pública, sostiene a la hermana sospechada porque de tanto haberla empoderado la transformó en el neurocentro de su poder. Hoy -lo sabemos todos- desplazar a Karina de la Secretaría General de la Presidencia sería admitir una derrota por anticipado. Por esa razón (y por la extrema dependencia psicoafectiva del jefe de Estado), la ex repostera tarotista permanecerá en el cargo hasta que no ardan las velas.
El costo es terrible para la sociedad. Aunque algunos sectores se hayan sentido a sus anchas con la doctrina antiestado y otros, cooptados por el relato “antikuka” sigan convencidos de que votar por un amputador serial de derechos es el camino, los daños ocasionados a miles de ciudadanos se expresan en una tendencia al escepticismo que reclama una opción de centro para no tener que elegir entre dos males. De un lado, la ultraderecha del topo que viene a destruir el Estado desde adentro; del otro lado, un pseudoprogresismo sin autoridad moral para defender el ideario de la justicia social en razón de una cleptomanía genética engendradora de abominaciones como Lázaro Báez y sus rutas inconclusas, José López y sus bolsos de dólares, el “Crucero del Amor” de Martín Insaurralde, entre otros sobrados ejemplos.
¿Qué camino elegir entonces? Las familias, núcleo originario de la civilización humana, señalan el camino con ejemplos milenarios de supervivencia. Salvo excepciones psicopáticas, ningún padre y ninguna madre han dejado sin alimentos, sin abrigo o sin remedios a sus hijos a cambio de equilibrar las cuentas. ¿De qué sirve una caja de ahorro con crédito a favor si los hijos enfrentan padecimientos evitables? ¿Vale la pena someter a los más vulnerables a necesidades básicas insatisfechas con tal de simular una falsa solvencia económica?
Con el Estado pasa lo mismo. Alcanzar el déficit cero a partir de la eliminación de fondos para discapacidad, jubilaciones, el hospital Garrahan y las universidades equivale a un harakiri político que el presidente Javier Milei y sus acólitos no alcanzaron a sopesar en la relación temporoespacial.
Por un tiempo la receta del ajuste “más grande de la historia” funcionó, pero un día los ahorros de la clase media se terminaron, las tarjetas de crédito se saturaron y las compras de segunda necesidad (salidas a comer afuera, zapatillas de marca y cuotas de prepaga) dieron lugar a la esencialidad de la autorrestricción: en vez de carne pollo, en vez de pollo fideos, en vez de fideos tortaparrilla y en vez de tortaparrilla cocido solo. Así viven muchos. Los podemos ver en la vereda, escarbando basura.
A todo eso, primero estalló el escándalo de la criptomoneda trucha Libra, pero los estafados eran ahorristas de cierto poder adquisitivo habituados -en su mayoría- a las reglas de la informalidad del mercado blockchain. Después estalló el escándalo de los audios según los cuales “Superkarina” se habría quedado con el tres por ciento de los medicamentos adquiridos por la ANDIS para tratar a miles de personas con discapacidad. En ese segundo episodio, la bala penetró la coraza defensiva del mileismo y la opinión pública se dejó ganar por la certeza: no eran ni santos ni honestos. Había que fabricar un jingle contestatario que tronara en la popular de lo estadios. Y así pasó.
Y justo después de que Donald Trump arrojara un nuevo salvavidas financiero a su amancebado colega tercermundista, explotó otro escándalo que terminó de completar el catálogo de procedimientos autoboicoteadores: destrozar la relación de confianza que todavía existía entre el mosaico de poder libertario y el campo.
Si había alguien identificado ciegamente con la motosierra, ese “alguien” era el productor agropecuario naturalmente enemigo del populismo K. El típico gorila antiperonista que estaba dispuesto a votar por La Libertad Avanza con tal de que los peronchos y la yegua no volvieran nunca más, ahora reniega del mandatario. Lo hace a partir de una maniobra miserable para con los auténticos labriegos, los verdaderos productores de oleaginosas y otros granos exportables, perjudicados por un decreto de eliminación de retenciones que duró 48 horas. En ese lapso de apenas dos días, el bloque de 10 grandes acopiadoras declaró exportaciones futuras por 7.000 millones de dólares sin que el beneficio vaya a trasladarse a los que ponen el lomo en la cosechadora. Una vez más ganaron los especuladores de la intermediación, con una acreencia líquida que oscila -según distintas fuentes- entre 1.500 y 1.800 millones de dólares.
El Estado dejó de recaudar esos impuestos. Los productores de verdad no pudieron aprovechar la ventaja porque no tienen espaldas para guardar sus cosechas. La diferencia quedó en poder de las multinacionales que compran a los chacareros y venden al mundo. El ideólogo del decreto que los enriqueció es el ministro de Hacienda, Toto Caputo, por lo que cabe la pregunta: ¿Es tonto y dejó que las corporaciones se queden con el rédito a cambio de dólares para campear el temporal cambiario? ¿O es inescrupuloso y los favorecidos por tan generoso regalo retribuyeron? Nunca se sabrá.
Lo que sí se sabe es que el electorado no come vidrio. Que los atributos seductores de Milei se diluyeron a medida que ejercitaba demostraciones de sumisión frente a su amigo Donald (pegó fuerte el acting de la entrega del posteo de apoyo en X, impreso y ampliado por parte del presidente norteamericano, “obsequio” que en realidad había portado el papá de Conan hasta el momento del encuentro en lo pasillos de la ONU). El salvataje es más deuda. Una deuda impagable. Una deuda que proporciona gobernabilidad a un presidente que estaba jaqueado. Una deuda que da respiro. Pero una deuda que no garantiza votos.