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Recordando a los que no están

Esas queridas almas que quedaron grabadas en nuestro corazón y nuestra mente, esas que quisimos tanto y que tal vez nos quisieron más y que ya no están con nosotros, pueden ser beneficiadas con nuestras oraciones, nuestros recuerdos, nuestras obras de bien, nuestra labor a favor del prójimo. 

En el mes de noviembre la Iglesia Católica recuerda e invita a recordar a todas las personas que ya no están y que acompañaron parte de nuestras vidas. Y la invitación va más lejos todavía, nos recuerda que hay que rezar por ellas, y que hay que pedir perdón por sus faltas cometidas y ayudarlas a conseguir la paz definitiva sufragando por ellas.

Esas queridas almas que quedaron grabadas en nuestro corazón y nuestra mente, esas que quisimos tanto y que tal vez nos quisieron más y que ya no están con nosotros, pueden ser beneficiadas con nuestras oraciones, nuestros recuerdos, nuestras obras de bien, nuestra labor a favor del prójimo y más todavía, ofreciendo las misas a las que asistimos por el perdón de sus faltas. Como dice el Papa Juan Pablo II, “porque también han sido partícipes de la fragilidad propia de todo ser humano, sentimos el deber -que es a la vez una necesidad del corazón- de ofrecerles la ayuda afectuosa de nuestra oración, a fin de cualquier eventual residuo de debilidad humana, que todavía pudiera retrasar su encuentro feliz con Dios, sea definitivamente borrado”.

Aristóteles decía que recordar a un ausente era una experiencia emocional de estilo agridulce, pues, si por un lado nos dolemos por la ausencia, al mismo tiempo no hay forma de ser conscientes de la ausencia sin recordar la presencia y ésta, la presencia, es en esos momentos más dulce que nunca.

Ciertamente, rememorando a los que ya no están, se mezclan por un lado el dolor de la pérdida y por otro, en igual medida, la dulzura del recuerdo de todo aquello vivido y compartido. 

Cuando la pérdida es reciente, la impotencia es mayor, se la vive más cercana y llorar es el recurso que como humanos tenemos para descargar nuestra angustia, nuestro dolor. Llorar se convierte en la ofrenda de amor que podemos dar, aunque tristemente pronto evidenciamos la ineficacia de la ofrenda. Aún así, hay una descarga emocional que nos alivia el alma y calma el dolor, atenuándolo (porque así como la pérdida no se recupera, tampoco desaparecerá nunca la pena de lo perdido).

Pero no solo debemos pensar en los más queridos, también es un deber acordarnos de aquellos muchos que conocimos y tratamos en nuestras vidas y que ya no están,  por los que también podemos hacer algo, aparte de recordarlos con más o menos cariño, sin olvidar que pasaron por muchas de nuestras experiencias de alegría y dolor. También por ellos debemos rezar, ofrecer Misas y obras de caridad, además de aquellos pequeños o grandes dolores físicos o espirituales que tengamos que soportar, porque todo lo que se ofrece se atenúa, disminuye y tranquiliza.

Realmente recordando a nuestros muertos descubrimos que siempre hay una deuda de amor que nos liga, porque son deudas que no se saldan, pero que nos hacen crecer como personas, enseñándonos a ser mejores, a esperar mayores bienes y a valorar lo único valorable, que es la vida que tenemos y podemos compartir. 

Una pérdida, nunca es pérdida total, porque deja enseñanzas, recuerdos y ejemplos que debemos capitalizar, sin dejarnos apabullar o paralizar por más grande que sea el dolor, porque esa presencia desaparecida, nos enseña que el amor que se comparte o compartió es lo más valioso y que si no lo supimos aprovechar en su momento, nos prepara para seguir adelante con mayor sabiduría. 

Por todo lo que aprendimos, escuchamos, vivimos y amamos con aquellos que ya no están, no dejemos de ofrecer nuestras oraciones, sacrificios, penas y alegrías por el eterno descanso de sus almas. Recordando siempre que la santa misa es el sacrificio más grande e invalorable que podemos ofrecer por ellas y por su resurrección eterna junto Dios Nuestro Señor. 

Porque la muerte no lo puede todo. 

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