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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Lula libre, ¿y ahora qué?

La libertad del político más amado y odiado de Brasil tendrá repercusiones significativas, especialmente ahora, en el momento de mayor impopularidad de Jair Bolsonaro.

Por Carol Pires 

Reportera brasileña

Nota publicada en New 

York Times

SÃO PAULO- Después de estar preso 580 días, el expresidente de Brasil Luiz Inácio Lula da Silva fue puesto en libertad el viernes 8 de noviembre.

Aunque la decisión del Supremo Tribunal Federal no impide que Lula regrese a prisión por otra condena (aún está vinculado a otros procesos), la liberación del político más amado y odiado del país tendrá repercusiones significativas, especialmente ahora, en el momento de mayor impopularidad del presidente, Jair Bolsonaro.

La libertad de Lula le permitirá al Partido de los Trabajadores (PT), la fuerza opositora más importante del país, pasar página de la intensa campaña para sacar a Lula de prisión y centrarse en algo más importante: ser el contrapeso de Bolsonaro, el exdiputado de extrema derecha que llegó al poder el año pasado.

Desde que Lula fue encarcelado, en abril de 2018, el PT ha estado alejado de los grandes debates nacionales. Y durante los meses que lleva en la presidencia, la oposición más eficaz al gobierno de Bolsonaro ha sido, paradójicamente, las divergencias en el seno del bolsonarismo. Con su discurso carismático y su récord como uno de los presidentes más populares de Brasil, Lula y sus aliados esperaran constituir una oposición verdaderamente popular frente al gobierno.

Pero Lula, quien ha dominado la vida política brasileña en los últimos 16 años, también ha sido un obstáculo para hacer un recambio generacional en la centro-izquierda e izquierda brasileñas. Se puede argumentar que su liberación dificultará aún más la posibilidad de un nuevo liderazgo que pueda enfrentarse con éxito al discurso de la extrema derecha. Sin embargo, mientras estuvo preso, ningún otro político logró ganar protagonismo en las discusiones nacionales. La realidad es que, hoy, Lula es la única figura opositora capaz de entusiasmar a multitudes.

Cuando fue encarcelado, Lula lideraba las encuestas de intención de voto para la elección presidencial de 2018. Y el viernes, cuando se anunció su salida de prisión, centenares de simpatizantes se apostaron frente a la sede de la policía federal en Curitiba, capital de Paraná, para verlo salir.

Al día siguiente, en São Paulo, se repitió la escena del día en que lo encarcelaron: miles de personas se aglomeraron en el sindicato de metalúrgicos, donde Lula empezó su carrera como líder sindical en la década de los setenta: “He regresado”, dijo. “Tengo más ganas de luchar que cuando salí de aquí”. Ahora, se espera que Lula empiece a viajar por el país en una campaña para recuperar el tiempo perdido y recobrar su protagonismo definitivo en la vida política brasileña.

Su liberación, sin embargo, tiene un elemento paradójico: que Lula esté en libertad puede encender aún más la polarización que vive Brasil desde hace cinco años. Muchos de los brasileños que votaron por Bolsonaro en 2018 son antipetistas aguerridos y defensores incondicionales de la Operación Lava Jato -la célebre y controversial investigación contra la corrupción que inició en 2014-, pero las encuestas revelan que un buen porcentaje de ellos están descontentos con su gestión: Bolsonaro tiene el peor porcentaje de popularidad (32 por ciento) entre los presidentes en su primer año de gobierno desde 1987.

Aún así, el sentimiento entre un sector de la sociedad es de ira por la libertad recién adquirida de Lula. El encarcelamiento del expresidente fue, en buena medida, una respuesta al clamor popular contra la histórica y sistemática impunidad en Brasil; y, para muchos, su liberación significa la derrota del combate a la corrupción.

Ahora, con un enemigo claro en las calles, Bolsonaro podrá desviar la atención de sus errores sucesivos -de su incapacidad para controlar los incendios en la Amazonía a las ofensas vergonzosas a líderes mundiales- y recuperar su discurso anticorrupción, que ha quedado erosionado por las revelaciones de manejos oscuros de su familia y su partido.

En un primer momento, Bolsonaro dio instrucciones a sus ministros de no comentar la decisión del tribunal. Pero su silencio duró poco. Al día siguiente de la liberación de Lula, sin pronunciar su nombre, publicó un mensaje enardecido en sus redes: “No le des municiones al canalla, que está momentáneamente libre pero lleno de culpa”. Lula, por su parte, tampoco se quedó callado. En un mitin con sus seguidores dijo que el país está gobernado por el paramilitarismo.

América Latina vive momentos de descontento y agitación -como muestran las protestas en Chile, Ecuador y la crisis en Bolivia, que culminó en la renuncia de su presidente, Evo Morales-, por lo que tanto el gobierno como la oposición deben ser cuidadosos con sus discursos beligerantes. Aunque es ingenuo pensar que ambos bandos optarán por el camino de la conciliación y la unión que necesita con urgencia Brasil, tanto Lula como Bolsonaro deben intentarlo: es indispensable empezar a atenuar los extremismos que han empobrecido la democracia del país y de la región.

Otro de los males frecuentes de América Latina es el culto a la personalidad en la política. Ese vicio se ve tanto en Bolsonaro como en Lula. Y debe terminar.

Es bueno que Bolsonaro tenga a un oponente de su calibre para equilibrar el debate político. Pero en este momento, la política brasileña necesita sacudirse el personalismo que provoca una dependencia tóxica en uno o dos políticos: la oposición se concentra en Lula y el gobierno, en Bolsonaro.

Lula fue liberado y ahora, nosotros, los ciudadanos, debemos liberarnos también de tener una política que gire en torno a las mismas personas.

Lula ha regido la vida pública brasileña desde 2002, cuando fue electo presidente. Desafortunadamente, con la incapacidad de nuevos líderes de convertirse en voceros de la oposición, no se ve cerca un cambio.

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