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Un niño aparecido: Santiago

Por Enrique Eduardo Galiana

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”.

Los que peinamos algunas canas que nos acercan a la vejez recordamos que la ciudad terminaba dentro de las cuatro avenidas, era el límite del agua potable, cloacas, desagües y asfalto, con pocas excepciones por cierto. 

El arroyo Poncho Verde cruzaba la ciudad dividiéndola en dos partes perfectamente delimitadas, nacía en los campos de Lana (hoy sería el conocido barrio Villa Vizcacha) y terminaba desembocando en el Paraná a la vera del parque Mitre, que anteriormente fuera el cuartel de las tropas provinciales. 

Ese arroyo se cruzaba por pocos lugares, un puente colgante de cuerdas y madera que se balanceaba peligrosamente estaba en la calle Perú, otro conocido como el Puente Liberal habilitaba la continuación de Yrigoyen hacia el antiguo Hipódromo (al Este de la ciudad, Ayacucho al Este, siguiendo la línea del tranvía a mulitas) y el más importante que aún se conserva, el Puente de la Batería, con mucha historia por la guerra del Paraguay, cuando en la década del 60 del 1800 desembarcó Paunero en punta Mitre para atacar a los paraguayos que tomaron Corrientes y allí se libró la batalla, parte del escenario fue el antiguo puente. Además servía de comunicación a la vieja Escuela Regional, la Facultad de Agronomía, Derecho, Veterinaria, etc. No debemos olvidar la fábrica de maderas terciadas Facomate y su recordada sirena, despertador de muchos correntinos. 

Este arroyo se ponía furioso, en épocas de muchas lluvias recogía el agua del desborde de bañados y lagunas que derramaban sus aguas sobrantes sobre el campo, el que a su vez escurría por el Pirayuí, una parte y la otra por el Poncho Verde ya citado con destino al Paraná, obligando a los que vivían a la vera de la terraza (era profundo el arroyo con una especie de escalones de tierra y frondosa vegetación) a esperar en la altura que las furiosas aguas lleguen la desembocadura, lo que a veces tardaba horas. 

Uno de los espejos de agua más importantes de la zona, tributaria de los arroyos mencionados era la conocida como Laguna Seca, en la cual hasta hace pocos años se podía cazar perdices, palomas y otros animales de pequeño porte. Alrededor de la laguna vivían pocas familias, las que fueron desplazadas del centro o las que emigraban del interior hacia la Capital en busca de mejor futuro, sus construcciones eran de barro con estructura de troncos, techos de paja brava o chapas de cartón, a los que se agregaban palos y piedras para que el viento nos las levante y las lleve en su andar brioso. El peligro de la zona además del hombre, era la cantidad de víboras de toda especie que abundaban en el lugar. La “caroína” o creolina servía para espantarlas, se rociaba alrededor del rancho. 

El infaltable mabaracayá (gato) formaba parte de la familia, custodio contra los ofidios. 

Una tarde de esas en que el sol se acuesta despacio dejando en el horizonte un color rojizo, llegó al lugar una de las tantas expulsadas por la pobreza del interior provincial, llegó doña Conché, (nombre muy común en Corrientes) venía de Concepción (Yaguareté Corá: corral de tigres, en guaraní). 

Mujer servicial, trabajadora, buena vecina, solidaria, creyente, con muchas figuras de santos, mezclados con algunos no aceptados como tales, como el Gaucho Gil y El Gaucho Lega, en ese reservorio imaginario que cada correntino construye con su fe, sincretismo de antiguos dioses guaraníes con los nuevos que trajeron los genocidas españoles, hasta la virgen de Itatí (piedra brillante) que es morena, sabido es que los seres humanos denominados negros por los racistas no eran humanos, sino cosas, afirmaba doña Conché a sus escuchas entre mate y mate y prendiendo velas en vigilias de fe oficial y pagana al mismo tiempo. 

Resultó ser que doña Conché, alejada de la gran ciudad aprendió en la escuela primaria primeros auxilios con el buen maestro y excelente persona, don Juan Bautista Acosta, que junto a esposa en el medio de la nada abrían la mente y enseñaban a pensar, maestros de ley, humanos de bien, héroes anónimos de la república, sin cruces ni espadas. 

El maestro eligió entre sus destacados alumnos a los más despiertos -así se decía- para enseñarles a colocar inyecciones.

“Conché” -dijo el maestro Acosta. -“Tienes que aprender a colocar inyecciones porque ustedes son muchos y viven lejos.”

-“Sí, maestro”- contestó Conché, -“me gusta”- medio guaraní medio castellano. Empezaron las lecciones. La escuela contaba con un botiquín y los sueros antiofídicos enviados por la Nación, a condición de que los maestros cazaran las víboras y las enviaran en contenedores vivas al Instituto Malbrán, donde se elaboraba el suero.

“No hacía doler tanto”, dijo una antigua lugareña que oficiaba de curandera, doña Rosa. A cambio de favores, Rosa le enseñó a Conché los secretos del empacho, los yuyos y tantos conocimientos perdidos en el tiempo, herencia de antiguos dioses.

Una tarde, de las tantas que Corrientes tiene embebida de azahares, Mburucuyá y otras bellas flores, Rosa llamó a Conché que casualmente pasaba por la casa: “Vení pue’ mi hija”. La aludida aceptó el convite. “Me enteré pue’ que te vas del pueblo, Concepción, yo estoy vieja y con mis achaques”- manifestó Rosa. “Te voy a enseñar algo que a pocos, por eso de la religión y de la policía, no puedo... si vos aceptás”. Conché la miró, con cara curiosa y con cierto miedo. “No te asustes”, afirmó Rosa, “te va a servir y a muchos poriahú (pobres) como vos”. Estuvieron hablando casi una hora, yuyos por acá, polvos por allá, dibujos mal realizados con el carbón de leña, pero claros. Le enseñó un antiguo arte de los indios guaraníes para evitar un embarazo no querido (por muchos hijos, violación, etc.) y para evitar que nazcan descendientes cuyo destino era la pobreza y la esclavitud, con curas o sin ellos. Le enseñó el antiguo aborto. 

De los blancos aprendió que el jabón común -explicó Rosa- es el mejor desinfectante, sin olvidar el aloe vera y la manzanilla, “que se vende en el almacén, ya sabés”. Conché asintió, grababa todo en su memoria. Se despidieron y nunca más se volvieron a ver. 

Asentada en la ciudad de Corrientes como una marginal más aprendió de la pobreza, la exclusión social, el castigo que se les impone a los pobres dejándolos sin voz. Sin embargo, el peor castigo era ver a su alrededor la muerte de muchachas jóvenes que quedaban embarazadas y morían sin ayuda alguna al intentar despegar de su cuerpo el fruto de sus aventuras sexuales o de algún abuso. Al consultar al padre de la parroquia recién inaugurada, el cura directamente las enviaba al infierno, con más intereses usurarios por la idea. 

Pecado, maldita pecadora, etc. Tantas lindezas alejaban a los desamparados. Otros: “Tengo muchos hijos ya padre, todavía mama el Juan y estoy encinta”. “Nada, la vida lo es todo”, dijo el cura. “Pero no tengo ni para comer padre”, afirmó la mujer. “Es tu culpa, por la concupiscencia”. El resultado era hojas de perejil, infusiones inseguras, aguja de tejer y casi siempre muerte segura. Lo más grave era si iban al hospital o asistencia pública, ni siquiera las atendían, estaban esas buenas mujeres llamadas monjas como dueñas del establecimiento, muerte y al infierno. Menos mal que el doctor Bonzón las echó a todas de los establecimientos médicos, no por buenas precisamente.

La realidad le pegaba fuerte a Conché, un día se animó. Una vecina lloraba desconsoladamente, el hijo del patrón había embarazado a la Ramona, su hija, y no se hacía cargo, total para eso estaban las sirvientas, cuando fueron a reclamarle las echó prácticamente a patadas. Conché la calmó, le dio un té de tilo y lechuga. Allí comenzó la historia.

Fue el primer “legrado” que hizo. La Ramona, vivita y coleando, trabaja y con la experiencia no admite avivadas. Aprendió que el raspaje es para ricos. Fueron muchas vidas salvadas de mujeres sin recursos por la conocida partera. Los fetos se enterraban no lejos del lugar o directamente en la laguna. La contribución de agradecimiento era un pollo, algo de tela, plantar una parcela de tierra con verduras para doña Conché, entre otros.

Muchos niños también nacieron en sus manos, uno de ellos soy yo, para contarlo.

La policía estaba integrada por pobres que conocían el mismo drama, por eso muchas pero muchas veces no veían nada o no querían ver y cuando algún enfermero de la asistencia quería hacerse el justiciero denunciando, el pañuelo colorado o azul, quizá blanco, de algún puntero o suboficial le indicaba lo equivocado que estaba, previo susto total.

En el centro educativo, la maestra introduce los niños al aula, se sienta al frente y advierte que un niño se le acerca, cuando le pregunta: “¿Qué necesitás?”, el niño desaparece. “Tremendo susto”, comenta con sus compañeras de tareas. 

Agrega otra que la luz del baño se enciende y apaga sin razón alguna, previa revisión por un electricista. En otros días las puertas se abren y se cierran sin que el viento lo justifique. 

Hago notar que esto solamente ocurre cuando el tiempo está feo o llueve, sin viento. Una tarde, relata la testigo del caso cuya identidad reservo para mi conciencia, están saliendo los niños en formación, Huguito se da vuelta y corre hacia el aula, entra corriendo, la maestra lo sigue curiosa y algo furiosa, por cierto. Le pregunta: “Huguito, ¿qué hacés?”, el niño le contesta: “Tengo que llevarlo a Santiago”. Pasa frente a ella conversando con nadie visible, ríe, asiente; con el hombro caído como si llevara una carga. La docente queda estupefacta. Cuenta su experiencia y es cuando se desata el vendaval de historias del lugar. Los serenos se encierran en la dirección y no salen para nada durante la noche, mientras los seres extraños a los que denomino fantasmas juegan en las aulas, echan las cosas, usan los juguetes de las repisas y al día siguiente el desparramo es evidente. 

Un día alguien se atrevió a llamar a esas personas que en nuestra sociedad ostentan el título de videntes, después de haber pasado curas y payeseros por el lugar sin resultado alguno. Sentenció el hombre arandú: -“Son niños que no hacen daño, no nacieron o murieron durante un parto, solo juegan felices y adoptan a algunos con percepción mayor como compañeros de juego. Es por eso - agregó- que los días de lluvia se cobijan en el lugar. Huguito es uno de los que lo lleva a pasear a Santiago hasta su casa y al día siguiente lo trae”.

El personal callado, silencioso, acepta la sentencia y la historia continúa igual. No hay dolor en el ambiente, los angelitos juegan en tiempos distintos de la inocencia. Vino el progreso, se construyó el barrio Laguna Seca y por supuesto un centro educativo, entre otras obras.

Sobre la calle Cartagena, que es larga, se desarrolla la historia.

 

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