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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El tesoro de la Escuela 12

Por Enrique Eduardo Galiana

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”.

 

En las periferias de la ciudad de Corrientes, cuya demarcación urbana entonces terminaba en calle España, iba naciendo y construyéndose una nueva ciudad de pequeños propietarios que accedían a lotes mediante loteos o ventas directas con divisiones poco claras. No tenían luz ni agua; de cloacas ni hablar. 

Era el momento de las migraciones del interior a la ciudad capital de la provincia, en la cual existía una oportunidad de trabajo, pero esencialmente la educación para sus hijos, los pueblos del interior de Corrientes vivían en el medioevo, oscuros, iletrados e incomunicados. Pocos tenían acceso a la escuela primaria, quien mejor suerte tenía llegaba a segundo grado, muy pocos leían y muchos menos escribían. 

El secundario solo en las poblaciones cabeceras. Un pueblo ignorante es mejor manejable por los detentadores del poder, asimilan y creen mejor los cuentos y los versos de los discursos religiosos y políticos; unos prometen el cielo y los otros el  progreso; ninguno llega. El lote se compraba a plazos, comenzando a construirse una pieza con el material disponible, la base de la obra futura, luego se cercaba con palos, arbustos y plantas; el alambre era muy costoso. El baño o letrina iba al fondo, el cual contaba con la ayuda de la vegetación que existía o se plantaba en el terreno para casos de urgencia. El agua potable llegó de pronto extendiéndose hasta la calle Roca y luego saltó hasta el arroyo Poncho Verde. En la mayoría de los casos existía, por benevolencia de Obras Sanitarias de la Nación, un caño público en el cual se hacía cola para cargar los cacharros de agua potable para beber; para lo otro se usaba el agua del tajamar o de pozo. Algunos utilizaban un molino para la provisión del elemento vital, como el caso de los Cóssimi en la calle Perú, entre Moreno y Rivadavia. 

Otro hecho llamativo era la existencia, pasada la Poncho Verde, detrás de lo que es actualmente el Tennis Club, de un baño público al que la gente concurría, donde hacía cola para utilizar las duchas. Todos eran marginales que aspiraban con ingresar a la sociedad cerrada de entonces por medio del mérito y el trabajo. Solo eso tenían de riqueza. 

Los cambios se avecinaban, las mujeres pedían el voto y los obreros, derechos; en 1943 venía una corriente integrista católica con inclusión de obreros; las mujeres tenían que esperar, canónicamente no daban la medida. El nombre de Perón asomaba como esperanza general de cambio, algo hizo o quizá mucho. Nadie podía obligarte a bajar la vereda porque algún capitoste venía transitando por ella a partir de entonces. Era una época de grandes obras, barrios para obreros como el Yapeyú y el Berón de Astrada (Perón y Evita), edificios públicos, la costanera terminada en ese período. Juntos, el Ejército y la Iglesia construían el mito de la nación católica, generadora de golpes militares futuros. 

Una de las obras más importantes para la ciudad fue el Hogar Escuela, no solo por la obra misma sino por el impacto que en la clase obrera tuvo, con mucho trabajo, para muchos que pudieron comer regularmente durante su desarrollo, a cargo de la empresa Biagini o algo así. 

La Escuela N° 12 estaba ubicada a la vera del zanjón de la calle Mariano Moreno y casi lindando con el arroyo Poncho Verde. Se la consideraba subrural. Los alumnos ingresaban a esa casa antigua de galerías con cerco de alambre y baños de pozo negro, por un puente con piolas al costado. El zanjón era de respetable profundidad, se volvía peligroso cuando llovía porque arrastraba un caudal importante del desagüe pluvial. Su frente era el norte, su contrafrente el sur, desde donde se observaba un árbol grande, timbó o laurel negro, uno de los dos, vaya uno a saber. 

El portero de la escuela observaba el desmalezamiento del terreno que se iba a utilizar para construir el Hogar Escuela; serían cuatro manzanas aproximadamente. ¿Le tocaría a su escuela también trasladarse? Mientras tanto, el escenario era trabajo y la marcha incesante de camiones de la época, resabio de la Segunda Guerra Mundial, que transportaban materiales y herramientas. El portero de la Escuela N° 12 se llamaba Miguel, moreno, pintón, lector, estudiante de taquigrafía, joven y gran jugador de fútbol que descolló en el Club Deportivo Rivadavia, ubicado en otro sitio marginal de la ciudad, Roca y General Paz, barrio La Vizcacha. Las maestras se enamoraban de Miguel, algunas recibían su cariño respetuoso, pero él estaba extasiado contemplando las obras del nuevo emporio a construirse. Decían que tendría agua potable, tanque, baños instalados... Lo que era el progreso ¿no? 

Una tarde de verano, en que el calor castigaba desde cualquier lado, el sol colocado desafiante en el oeste luchaba por no morirse en el horizonte, los obreros guerreaban contra las raíces del timbó o laurel negro, que se resistía a doblegarse hasta que alguno gritó: “¡Chaque que se voltea, a disparar!”.

Abruptamente el árbol crujió lastimeramente dejando sus raíces al aire sobre el cardinal norte y entre ellas, como si lo estuvieran abrazando, se encontraba una gran caja de hierro herrumbrado con zunchos a su alrededor, que mostró la cara rojiza y desafiante del misterio de antaño oculto debajo de un árbol. 

El capataz, un gringo recientemente llegado a la Argentina, expulsado de la Europa ensangrentada por locos de uno y otro color, ordenó a sus trabajadores quedarse quietos, prohibiendo a la vez que se acercaran al objeto extraño. Lentamente se fue formando un globo en uno de los laterales de la gran caja, la herrumbre fue cediendo paso a la presión de una carga interna y comenzaron a caer monedas de todo tipo hacia el socavón. Eran de oro y plata, no cabían dudas. Difícil le resultó al gringo frenar a la muchachada que intentaba arremeter contra tal riqueza; llegó el inspector y varios encargados de la obra, el lugar de pronto se vio concurrido por la afluencia de los obreros de todos los lugares del obraje. Uno de los encargados habló por una radio a manivela con autoridad. 

Miguel, al ver el alboroto, se acercó al lugar saltando el alambrado de la escuela. Veía cómo caían en lluvia extraña las monedas, escuchando los gritos de la gente. Un rato después apareció un camión lleno de policías armados hasta los dientes; ordenaron que nadie se acercara a la cascada que la caja producía. Un oficial del ejército que lucía un elegante traje militar bajó de un auto negro, como los designios de sus pensamientos, llamó a gente de su confianza, que en orden fue al lugar con bolsos, baldes y otros elementos a recoger el tesoro encontrado.  Pegó un grito que hasta la fecha se escucha: “Los que no fueron nombrados se van a su casa, mañana continúa la obra. Y los designados hagan su tarea, carajo. Rápido, ninguno se separa”. Cargaron el tesoro en el camión. 

Terminada la tarea, eran unos doce aproximadamente, a los cuales les costó mucho llevar la caja ya emparchada con una lata y un nuevo zuncho, más las bolsas de lona llenas de monedas. Los doce elegidos quedaron separados. En presencia de la gente curiosa fueron revisados uno a uno, bolsillos, boca, zapatos, alpargatas, etc. El camión fuertemente reforzado por la guardia se fue, dejando la zona desierta, el árbol caído y casi muerto recostado sobre el sur; parecía despedirse lastimeramente de su secreto escondido durante muchos años. El propio interventor federal fue el que estuvo en la escena, afirmó Miguel, comparando las fotos de los diarios que leía a hurtadillas después de la página de deportes. 

Los doce obreros, previo traslado con custodia policial, fueron encerrados en una celda de la central de policía para esperar que excretaran las heces, no fuera ser que se hubieran tragado alguna moneda, lo cual era corriente en casos similares. Purgados antes con buen aceite de castor, limpiaron sus estómagos hasta de lo que no tenían. Solo uno excretó una libra esterlina. Gritaba llorando que no fue su intención. Se comió la prisión durante algunos años por hurto, manté.

El militar interventor, al cual hasta Perón le tenía miedo, jamás denunció el descubrimiento. Las arcas de la provincia no registraron ingreso alguno en ningún concepto. Las desgracias acompañaron después a los que se llevaron el oro y la plata de lo que fuera la caja de caudales de la provincia de Corrientes, ocultada en ocasión de una de las tantas guerras que sostuvo. esapareció el árbol que destellaba luces a la noche y la imagen extraña de un soldado que montaba guardia con un uniforme antiguo y su figura espectral ahuyentando a los que pretendían acercarse a pocear buscando un tesoro algunas noches. 

¿Era un timbó o un laurel negro? Vaya uno a saber.

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