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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

La temeraria actitud de los arrogantes

Una secuencia, casi irrefrenable, de disparates discursivos del actual Presidente argentino reinstaló un clásico debate que muchos prefieren esquivar para, de ese modo, evitar revisar sus conductas. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Sería muy fácil, y hasta algo canalla, “hacer leña del árbol caído” intentando analizar uno a uno los recientes tropiezos retóricos del primer mandatario. No es ese el objetivo al plantear esta temática sino más bien ubicarla en el centro de la escena para comprender mejor estos episodios recurrentes.

Las ineludibles tensiones internas cotidianas, las inagotables presiones típicas del ejercicio del poder, la inevitable percepción de gigantesca responsabilidad sobre el presente y el futuro, generan un clima difícil de administrar para cualquier mortal. Esa no debe ser jamás una excusa suficiente para justificar cualquier desatino, pero si se debe contemplar para poder aproximarse a una explicación más integral sobre lo que acontece.

El punto es que la política de hoy tiene códigos muy diferentes a los del pasado. No es esa una característica monopólica de esta actividad, sino que viene pasando en todos los ámbitos de una manera demasiado parecida.

Antes, ser empresario, deportista, plomero, artista o político era una decisión que requería algo de pasión y un poco de instinto. Durante siglos eso funcionó casi a la perfección. Sobran pintorescos ejemplos que hablan a las claras de la trayectoria sensacional de tantos exitosos que apelaron a estas recetas de rutina.

Lo indiscutible es que el mundo cambió y sigue girando a gran velocidad. Las reglas ya no son inmutables. El desafío a los que se someten los improvisados es permanente.  A estas alturas deberían saber que si no se adaptan, inexorablemente, pagarán los platos rotos.

A pesar de la abundante evidencia al respecto, que con tanta elocuencia expone los elevados costos de ignorar la realidad, algunos siguen insistiendo en utilizar métodos obsoletos, de cuestionable profesionalidad.

La soberbia les juega allí una mala pasada a los que creen saberlo todo. Entienden que llegaron hasta aquí gracias a sus numerosos talentos y que con esas mismas herramientas pueden continuar el camino que se trazaron.

La idea de que no hay nada valioso que aprender y que todo lo imprescindible ya lo han incorporado oportunamente es una equivocación muy grosera que muestra un escaso nivel intelectual y por lo tanto colosales limitaciones para desarrollarse y progresar.

La evolución de la humanidad se apoya justamente en su enorme capacidad para asimilar sus propios errores y descubrir aspectos que pueden ser optimizados. La búsqueda interminable de las mejores respuestas disponibles es lo que ha permitido prosperar en diversos campos. Los científicos son la prueba más acabada de este proceso. No se conforman con lo logrado hasta aquí. Aun cuando descubren un medicamento para vencer a una enfermedad, siguen investigando otras alternativas. Saben que si perseveran, probablemente, la próxima versión de ese fármaco tendrá menos contraindicaciones, respuestas superiores o un menor costo que permitirá mayor accesibilidad.

De eso se trata, del interminable y fascinante recorrido para alcanzar nuevos estándares. Esta patética visión de que cualquier reto podrá ser sorteado sólo porque existen antecedentes cercanos de alguna victoria similar es una demostración empírica de que no se ha entendido casi nada.

No menos cierto es que esperar una cuota de modestia de quienes se creen omnipotentes puede ser mucho pedir. Esa sensación de “superados”, de que tienen todo bajo control y esas profecías que predican por las cuales sus experimentos sociales triunfarán con certeza es realmente preocupante.

Deberían mirar un poco más a su alrededor. En otras profesiones se pueden topar, quizás sin la necesidad de auto flagelarse, con infinidad de personajes que siendo excelentes, se rodean siempre de aquellos especialistas de los que pueden seguir aprendiendo.

Los entornos eminentemente vulgares, tan tradicionales en la política, no solamente no ayudan en absoluto, sino que terminan siendo un ancla, un lastre para finalmente constituirse en una barrera letal para sus aspiraciones.

Algunos dirigentes, repletos de inseguridades personales, frustraciones que arrastran desde su infancia y traumas en sus vidas como adultos, caen en la trampa de rodearse de aduladores, gente de poca monta, sin formación alguna, sin valores admirables ni principios envidiables, siempre seducidos por las luces del poder y a veces obsesionados por la avaricia.

Si los bufones rodean a los poderosos, nada bueno se puede esperar. Un líder que no tiene el talento suficiente para ser autocrítico, que asume con orgullo que ya nada le puede ser enseñado, está destinado a perderse en el laberinto. Sólo es cuestión de tiempo. En algún momento eso sucederá y cuando ocurra será la esperable consecuencia de su inocultable arrogancia.

No todo está perdido. Bajo ciertas circunstancias un incidente puntual, un evento aislado, permite ver la luz y dar vuelta la página. Pero eso está reservado exclusivamente a los que gozan de esa humildad que sólo pueden exhibir los verdaderamente “grandes”. Si eso no aparece espontáneamente, aunque más no fuera como corolario de algún tropiezo involuntario que invite a la reflexión, pues simplemente se confirma esa mediocridad que no puede siquiera identificar una magnífica oportunidad de cambiar su historia y también la de sus semejantes. 

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