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/Ellitoral.com.ar/ Especiales

Secretos de San Roque, Corrientes

Por Enrique Eduardo Galiana

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

La histórica capital sustituta de Corrientes para casos de necesidad, a pocos kilómetros de la ciudad Capital, alberga muchos secretos, más de los que se cuentan. Se combinan en su composición, el casco histórico y el crecimiento sin planificación urbana, ambos contribuyen a darle una tonalidad diferente a la urbe. La plaza principal ha sido escenario de todas sus vivencias, su pasado se define frente a ella, vio guerras civiles, alegrías y tristezas, nacimientos y muertes, todos flotando en el escenario de la memoria urbana. 

Ahora nos situamos frente a la plaza donde una casona que con el paso del tiempo cumplió diversos fines, hoy es una habitación normal y común. 

Nos preguntamos: ¿Está libre de los espíritus que la habitaron? No, sigue poblada de duendes y aparecidos, que tanto el correntino grande como el niño traducen en el cuco, del español de vieja data “coco”, utilizado como modo de asustar un poco a los traviesos para evitar sus pequeñas fechorías.

La vivienda todavía conserva un viejo aljibe, resabio de tiempos árabes en la península Ibérica. Fue habitación, luego funcionó durante mucho tiempo como Club Social, lugar de reunión del patriciado pueblerino y alrededores, noches de juegos y reuniones sociales, bailes de quince, casamientos por la alegría y velorios por las tristezas. Ya los socios del Club Social tenían en buen cuidado no utilizar los baños del fondo porque afirmaban que cuando se dirigían a ellos veían sombras que salían del aljibe, escuchaban ruidos de cadenas, portazos al paso o peor aun, se cruzaban con algún espectro de chiripá o vestido con atuendo de otros tiempos, con boinas, sombreros de copa o paja, levitas y otros atuendos lugareños, que hacían que hasta los más valientes arrugaran ante la posibilidad de ir a los baños. Mejor la casa o el patio para cuestiones menores.

Don Morón, que como pasajero del tiempo fue a vivir allí por ser propiedad de su esposa, cortó por lo sano: mandó terminar la instalación sanitaria dentro de la vivienda que habían iniciado los socios del Club como inquilinos, pero no terminaron, vaya uno a saber por qué motivos. 

Las visiones espectrales, si bien metían miedo, no eran tan impactantes como las de los ruidos de cadenas, especialmente en noches de luna llena, cuando un coro de lamentos y sombras de fantasmas aparecían, se movían arrastrando las pesadas cadenas, raspaban el piso sin dejar rastros. Ese cortejo de seres transparentes y brillantes a la vez hacían oír sus plañideros sonidos para desaparecer bajo la sombra de un árbol arcaico al fondo de la finca.

Don Morón, que tenía hijos chicos no se impresionaba, era un hombre culto, de mucha lectura, poseedor de una biblioteca importante por calidad y cantidad de ejemplares, pero se preocupaba por los menores. Algo debía hacer porque “así no se puede vivir”, afirmaba. Comenzó a buscar los antecedentes de los anteriores propietarios, buceó en la historia escrita, habló con los antiguos pobladores, escuchó sus versiones. Todos aportaban un dato coincidente: uno de los primeros dueños era un traficante de esclavos que se abastecía desde la costa del Uruguay burlando los controles aduaneros para no pagar los impuestos, atento que la esclavitud estaba enraizada en la mentalidad injusta y brutal de la colonia, institución de malévolos que duró hasta 1853 aparentemente, porque de hecho lo hizo hasta mucho después o cambió de ropa simplemente. 

Don Morón descubrió por sus investigaciones históricas que el propietario llamado Menéndez, descendiente directo del traficante por tercera o cuarta generación, hasta 1854 había tenido varios esclavos a los que trataba muy mal, de noche los encadenaba con grilletes y aros de acero en las paredes y rejas, no le importaba ni el calor ni el frío de esos pobres infelices seres humanos que fueron estigmatizados cruelmente por seres humanos malditos de espíritu y peor calaña. 

El buen hombre y su generosa esposa se reunieron una noche en que el frío azotaba con el Sur desatado y la llovizna persistente alrededor de la mesa con el fin de definir qué hacer con esos espíritus vagabundos y quejumbrosos. Ella, mujer bondadosa y pía sugirió hablar con un sacerdote muy humilde de Santa Lucía para relatarle los hechos. Él, aceptó el desafío. Fueron en coche hasta el pueblo, con sus hijos menores y pidieron hablar con el padre Luis, hombre caritativo, bondadoso y además honesto, excepción de muchos casos. Luis les preguntó el motivo de su visita. Morón, dándole una pequeña vuelta al relato le dijo: “Me preocupan, padre, las visiones que tenemos en casa y nos duelen las quejas que emiten, pero más me preocupa que nuestros hijos se asusten”. Luis se nutrió de la información, interesado por la cuestión y prometió humildemente: “Haré una misa. Invite usted a sus allegados. No soy exorcista, pero no está demás rezar por las almas en pena”. Morón asintió sin dudar. “Otra cosa -agregó Luis-: vea si encuentra algún descendiente afroamericano en la zona, quiero hablar con él”. Don Morón, ni lerdo ni perezoso, recordó al negro Ibáñez, docente y descendiente de afroamericanos traídos a la fuerza y con violencia a estas tierras.

Reunidos Luis, Morón e Ibáñez en San Roque, en la casa escenario de los hechos, hablaron primero de las costumbres de los antiguos esclavos, tema conocido  por Ibáñez, quien se especializó en Buenos Aires e investigó mucho sus creencias dentro del sincretismo religioso. Apeló a libros que consiguió en San Salvador de Bahía, enclave esclavista holandés y luego portugués, también trajo una imagen de la Virgen Negra del mismo lugar, más las oraciones que le enseñó un viejo cuidador del antiguo cementerio clandestino negro. Con el material reunido y de acuerdo con el procedimiento, introduciendo los rezos cristianos más las oraciones que nunca olvidaron los negros, víctimas de los verdaderos bárbaros europeos, realizaron la convocatoria para un viernes al anochecer en el viejo caserón. Mucha gente concurrió, más de lo previsto, algunos afrodescendientes de otros lugares atraídos por la noticia que circulaba de boca en boca. Luis comenzó con el rito cristiano, rellenando con contenidos de la novena; Ibáñez, con sus oraciones venidas del continente africano. La noche se presentaba fresca y agradable, la ceremonia se llevaba con tranquilidad hasta que de pronto, sin anuncio alguno, un trueno se escuchó que alumbró el horizonte, debajo del árbol del fondo brotó una luz dejando paso a los espectros encadenados en un cortejo lastimoso acompañado de llantos sonoros. Tal como aparecieron, así desaparecieron bajo el árbol. A pesar del susto, los concurrentes siguieron el rito hasta terminar. Luis se dirigió al árbol, lo regó con agua bendita y rezó. Igual lo hizo Ibáñez. La concurrencia, asombrada y estupefacta, se sumó. Terminada la ceremonia, los tres: Morón, Ibáñez y la esposa del primero, decidieron explorar bajo el árbol. Había que derribarlo. Se realizó primero la poda y luego el destronque, debajo descubrieron un sótano de postes de quebracho y paredes de ladrillo cocido, en su interior muchos esqueletos encadenados causaron  estupor a los presentes. Un cofre de madera se encontraba en el sótano, o prisión, en el cual había un listado de los esclavos, fechado en 1854 con una expresión pavorosa: “A mí, Menéndez, nadie me quita mi propiedad”. Con un broche de metal estaban las órdenes de libertad, dictadas por el gobernador Pujol en 1854 y firmadas por el jefe de Policía de la Provincia, obligando a los propietarios a liberar a los esclavos. Se bendijeron los restos, mientras que por suscripción popular se los enterró en el cementerio público con una lápida común con los nombres de los desdichados que fueron enterrados vivos antes que ser liberados, además de un árbol plantado sobre la cárcel inmunda que les sirvió de tumba.

Comentan los vecinos que sobre la tumba de Menéndez, hasta la fecha, bailan fantasmas en las noches y luego vuelven a la tumba que gentes piadosas dispusieron para ellos. La casa, desde entonces, solo tiene apariciones fugaces de algunas almas que vuelven al lugar donde tanto sufrieron.

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