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Cuando dejar ir un clásico es permitir que sobreviva

Nunca faltan esos dueños de autos antiguos detenidos en el tiempo que se cansan de recibir tantas ofertas como tantas veces dicen que “no se vende”. Pero el tiempo pasa y el vehículo entra en un estado de deterioro irrecuperable, hasta que es reducido a chatarra por el empecinamiento de propietarios que se convierten en verdugos de sus propios tesoros mecánicos.
 

Sabado, 21 de octubre de 2023 a las 03:45

n Heredar un automóvil clásico, recibirlo por obra y gracia del destino o adquirirlo por razones azarosas como puede ser el fruto de alguna transacción del tipo cambalache implica una responsabilidad que, a veces, el involuntario poseedor ignora. Se trata del deber intrínseco de procurar la preservación de un bien de ribetes históricos que no debería perderse en un desguace o, lo que es peor, en el abandono deliberado del que deja arruinar un auto por desinterés.
Quien esto escribe se ha topado por años con tenedores de vehículos de colección que terminaron sus días fundidos con el mismo suelo donde fueron depositados por propietarios indolentes. A la memoria viene el caso de un Impala 62, que allá por los años 90 reposaba en el jardín lateral de cierta casona capitalina. Al principio daba la sensación de que el auto estaba en marcha, pero con el paso de los años el pasto que fue creciendo a su alrededor certificó el estado de letargo.
Hasta que un día un buen samaritano amante de los fierros golpeó las manos en el portón. Se asomó un señor de unos 70 años, delgado, sonriente. “¿Qué desea?”, preguntó.
El visitante explicó lo que se estila: “Vengo para averiguar si por las dudas no quiere vender el Chevrolet Impala”. El dueño de casa borró la sonrisa de su rostro y endureció el tono para aseverar que “no está a la venta. Este auto está guardado acá para cuando mi nieto cumpla 18 años. Es para él”.


La escena se repitió por lo menos tres veces en distintos momentos. Y los argumentos del septuagenario siempre fueron los mismos. Que no, de ninguna manera, porque el auto tenía un dueño y ese dueño sería nada menos que su nieto. Hasta que el interesado se mudó, compró otro clásico para disfrutar y olvidó aquel bote americano al que tantas veces intentó rescatar.
Una década más tarde, tironeados por una grúa, vio pasar los despojos de un Impala celeste metalizado. Lo reconoció por la patente. No quedaban ni las cubiertas para que pudiera rodar, con lo cual el auto estaba siendo, literalmente, arrastrado hacia una chacarita que todavía funciona en las periferias de Resistencia, camino a la localidad de Colonia Benítez.
¿Habrá sabido el encaprichado dueño que negándose a vender tan preciado clásico lo condenó a la desaparición? ¿Habrá tomado cabal conciencia de que al dejarlo pudrir sobre el patio de un predio destechado arruinó patrimonio histórico cuyo valor trasciende el plano material? ¿Y el nieto (si es que estuvo interesado en el Impala alguna vez) terminó siendo cómplice de tamaño desperdicio?
No se trata de juzgar casos particulares porque cada propietario puede hacer, en teoría, lo que le plazca con su propiedad (algo relativo porque ese derecho a disponer de un bien encuentra límites cuando se trata de preservar edificios o fachadas históricas). La idea de este informe es sembrar la prédica de que todo aquel depositario de un vehículo en condiciones de ser restaurado, llegado cierto punto, debería obrar con una cuota de generosidad y permitir que otras manos se hagan cargo de modelos cuya escasez los define como incunables de la automoción.
En ocasiones la tozudez de alguien que se autoconvence de que podrá “levantar” un Fleetline carcomido por la humedad en el fondo de la casa paterna desemboca en el peor de los destinos, que es la pérdida irreparable de una unidad que, de haber sido recuperada en el debido momento, hubiera tenido chances de recobrar los bríos de sus años jóvenes.
Cuando el “no” del que se niega a vender un clásico (aun cuando se ofrecen valores razonables) persiste por capricho, se desvanece para siempre la oportunidad de una segunda vida como auto de exposiciones, en beneficio no solamente de quien tenga el privilegio de conducirlo, sino de las muchedumbres que toman contacto con esos auténticos sobrevivientes del pasado para conocer la historia desde una perspectiva contante y sonante.


Otro error muy común en esta suerte de “limbo” de autos antiguos que se encuentran en poder de personas aquiescentes es la determinación de encarar una presunta restauración casera. Sin desmontar piezas, sin conocer las técnicas de chapistería y sin las herramientas adecuadas, lo más probable es que el dueño de un Falcon, un Fairlane o un Taunus necesitado de pintura acabe por tergiversar la originalidad del vehículo con procedimientos erróneos como el exceso de soldadura y otras chapuzas cuyos efectos suelen ser ondulaciones inesperadas en carrocerías cuya línea de fábrica se pierde para siempre.
Hay momentos en la vida de quien se dice amante de los autos antiguos en que la reflexión sobre si realmente podremos custodiar un vehículo histórico se torna indispensable. Cuando se carece de tiempo, de dinero o simplemente han aparecido otras prioridades en el proyecto personal de quien atesora un clásico, puede que la mejor decisión sea la más dolorosa: dejarlo ir, para dejarlo sobrevivir, hidalgo e inmaculado, en una posteridad donde –a no dudarlo– podrá ser admirado por las futuras generaciones.

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