Falta una semana para que el presidente Javier Milei asuma al frente del Poder Ejecutivo Nacional con un plan de gobierno que promete exactamente lo anunciado durante su campaña. Un ajuste que supere las expectativas de los acreedores externos, que pulverice el déficit fiscal mediante un shock de medidas contractivas que se expresarán en paralización de obras públicas, eliminación de subsidios, interrupción del flujo de fondos a las provincias en numerosos conceptos presuntamente superfluos y en la emisión cero, entre otros resortes económicos y políticos con los que buscará poner en caja a un país quebrado.
Esta columna comienza así con un párrafo de Perogrullo. Verdades preanunciadas y consabidas que no sorprenden a nadie, al punto de que muchas de ellas comenzaron a plasmarse en el sector de la construcción, con despidos múltiples a partir del parate de las inversiones estatales en escuelas, rutas, autovías, puentes y plazas. A lo largo y a lo ancho del país los alambrados perimetrales de los obradores fueron clausurados con cadenas colocadas por el último en retirarse, mientras los medios nacionales comenzaron a mostrar a los primeros caídos en la recidiva neoliberal.
Como en 1991, cuando Erman González tomó el control del Ministerio de Economía para incautar plazos fijos y el presidente Carlos Menem inició la ola privatizadora (mucho antes de la convertibilidad de Cavallo), el trabajador, el cuentapropista y el minifundista fueron los primeros en padecer los efectos de aquel nuevo Estado con aires de libre mercado, importaciones discrecionales y desmantelamiento de la industria nacional. Un potaje tóxico que ya en aquel momento derivó en estanflación.
Porque estanflación, un concepto desarrollado en los años 60 para conjugar las palabras estancamiento e inflación, hubo varias veces en la Argentina y en el marco de procesos de reforma del Estado que nunca terminaron bien para los sectores populares. En los 90, la base de la pirámide social sufrió con la reducción del empleo registrado, la privatización de los fondos de jubilación y la reformulación de un mercado laboral que los recibía, pero a cambio de salarios magros y precarios, con lo cual se hizo realidad la sentencia del filósofo Slavok Zizek, quien parafraseó a Sigmund Freud para desbaratar el argumento justificante del absolutismo católico durante la Época Oscura: no es verdad que primero debamos sufrir para luego ser felices.
Según el pensador esloveno Zizek, en la historia de la humanidad nunca sucedió que los pueblos sometidos a tormentos, hambrunas e injusticias despóticas lograron, a posteriori, alcanzar la felicidad según la lógica de las ciencias económicas. Es decir, que la perspectiva freudiana advierte lo que los abuelos de muchos lectores de esta columna experimentaron a lo largo de sus vidas: la cadencia cíclica que marca períodos de recuperación posteriores a etapas de recesión profunda no necesariamente es breve. En la mayoría de los casos, los que tocan fondo no son los que salen del pozo, porque el punto es que no alcanza una vida para que los que padecen las calamidades de una drástica reducción de los beneficios sociales de hoy puedan alcanzar a beber mañana el resultado de la abundancia prometida por los arquitectos del reduccionismo.
De hecho, Javier Milei promete que si su receta de reducir el Estado a niveles minimalistas, sin escuelas públicas, sin salud gratuita y sin beneficios cuando menos segmentados en las tarifas de servicios esenciales como la energía, el agua y la cloaca, el mercado crecerá por sí solo, como una hiedra de los muros, sin contralores ni regulaciones, hasta hacer que dentro de 35 años la Argentina recupere su estatus de potencia agroalimentaria, rótulo que ostentó a fines del siglo XIX y principios de siglo XX, cuando el modelo agroexportador de Julio A. Roca permitió un PBI que puso al país entre las cinco economías más sólidas del mundo.
Habría que preguntarse cómo vivían los peones y obreros en tiempos del granero del mundo. Por qué estaban condenados a pernoctar en taperas y a trasladarse en trenes sin asientos para extenuarse de sol a sol en las cosechas, a cambio de cobrar en especie o con bonos emitidos por las proveedurías pertenecientes a sus propios patrones.
Si ese summum del éxito macroeconómico es el objetivo del presidente Milei, va por el buen camino. Pero al mismo tiempo crece la sensación de que su administración está montada sobre una enorme olla a presión. Aunque la esperanza de un ordenamiento que reeduque a los argentinos más acostumbrados a libar de las ubres estatales se mantiene como un activo esperanzador en –al menos- el 30 por ciento que votó por el mandatario electo en la primera vuelta, en los sectores que ya fueron impactados por el nuevo modelo de retracción del gasto público comenzó a percibirse el olor de la tormenta social que podría desatarse si los grifos se cierran repentinamente: planes asistenciales, comedores, tarifas sociales y todo el entramado de contención que mata el hambre en los niveles más vulnerables del 40 por ciento de ciudadanos pobres.
Hace no más de un par de semanas atrás un economista que fue hasta hace poco jefe de asesores del presidente electo aseguró entrevistado por Luis Novaresio que “el pueblo tiene que sufrir para aprender lo que cuestan las cosas”. Pronunció la palabra sufrir en varias ocasiones y luego cerró su mensaje con una oda a la homofobia. Según su óptica, lo que viene es una guerra y los primeros en caer frente a la metralla de Omaha serán los desclasados de las márgenes porque así han sido signados por los siglos de los siglos los infelices que nacieron en hogares desposeídos. “Los de arriba mandan a los de abajo a morir en la guerra”, justificó Carlos Rodríguez, quien luego renunció al consejo de asesores de La Libertad Avanza porque su nivel de sinceramiento fue demasiado alto para el umbral de tolerancia de una sociedad que espera la motosierra, pero aplicada sobre los tallos ajenos.
¿Qué pasará cuando los mismos proletarios, inquilinos, jubilados y estudiantes de clase media baja que votaron a Milei, sean derribados a la primera de cambio, como en Normandía? No se trata de especular con estallidos sociales ni movimientos desestabilizadores pergeñados por operadores de una oposición peronista que se frota las manos a la espera de un traspié libertario, pero el argentino tipo –por su idiosincrasia históricamente anárquica- no es de soportar con mansedumbre consecuencias como despidos masivos, reducción de jubilaciones, alzas astronómicas de precios, tarifas y combustibles, por citar algunos efectos esperados a partir del nuevo esquema que asumirá el poder el domingo 10 de diciembre.
Penar para después disfrutar no es la consigna más acertada para generar consensos en la sociedad argentina, habituada a romperse el lomo durante los seis días de la semana para sentarse a la mesa dominical con asado, tallarines o ñoquis regados por un buen vino de la categoría que sea. Ese equilibrio de esfuerzo y ocio, laburo y descanso, deberes y derechos, forma parte de la psicología social de un pueblo que fue capaz de levantarse contra las inequidades políticas hasta confrontar con las fuerzas de seguridad aunque vinieran degollando (como pasó en el puente General Belgrano en aquel trágico enfrentamiento entre gendarmes y autoconvocados, en el correntinazo de 1999).
Hay que remitirse a la historia para tomar nota de los resultados de los gobiernos que, aún legitimados por el voto, equivocaron el camino. En 2001 Fernando De la Rúa se fue en helicóptero. Y muchos siglos antes, la sociedad europea desató una revolución que terminó con la Edad Moderna al tomar la Bastilla para decapitar a la nobleza de Francia, cansada de la cantinela de los dogmas religiosos que prometían el paraíso después de la muerte. Lo que el pueblo quería –y sigue queriendo- es tener la oportunidad de una vida digna hoy, no para tirar manteca al techo como en la Argentina roquista, sino para transitar por el mundo terrenal con chispazos de felicidad que permitan sobrellevar la enjundia de los capitales concentrados, de los que nunca derrama la plétora de los afortunados en el reparto de las riquezas de un capitalismo genéticamente desigual.
El apotegma que reza a favor de un sufrimiento previo como condición para una placentera existencia posterior corresponde al universo simbólico de “Naranjo en Flor”, la obra maestra de Roberto Goyeneche que, sin embargo y al final de cuentas, advierte sobre una condición indispensable para digerir las inequidades del sistema. El tango dice, sin rodeos, que es necesario estar un poco loco para soportar una pesadumbre extrema a sabiendas de que lo venidero no será mejor. “Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento”, canta el Polaco en su melancolía de resignación, admitiendo un martirio sempiterno, inacabable, solamente apto para una categoría de inhábiles para el discernimiento.