El curso de agua denominado Arazá o Poncho Verde como todos los conocemos, dividía la ciudad en esos años del siglo veinte en dos, al Este y al Oeste, su derrotero está marcado de Sur a Norte, para torcer hacia el Oeste en su tramo final.
Dos puentes de buena estructura de piedras, llamémosle oficiales, comunicaban a los vecinos más allá del arroyo sobre el cardinal Este y luego sobre el cardinal Norte, el primero de ellos está ubicado en la entrada del Parque Mitre, llamado de la Batería es de la década de mil ochocientos cincuenta y el otro situado frente a lo que hoy es al Tenis Club Corrientes, ambos eran la ruta de los tranvías que se dirigían al Puerto Italia, Escuela Regional y el otro se dirigía al Hipódromo General San Martín, permitiendo su cruce.
Esto complicaba a los vecinos que vivían después del arroyo, como se decía en ese tiempo, si querían cruzar hacia lo que denominaban ciudad, tenían un largo recorrido a uno de los citados puentes, es por ello que a lo largo de la distancia entre ambos, construyeron pasaderas de cuerdas rústicas sostenidas por troncos de árboles de la ribera en su loma superior, o colocaban postes sostenidos a su vez por otros dos en cada par, por correas de alambre o cadenas para asegurar la estabilidad del cruce. Cuatro piolas de modesta arquitectura más técnica primaria formaban la estructura de la obra, dos de cada lado, la inferior que sostenía las maderas del sendero aéreo de costaneros (madera de los bordes de los árboles) atadas a la
cuerda con alambre o cuerdas, la segunda de arriba que servía de pasamanos doble. El cruce era vigilado por los vecinos encargados de mantener la vía de comunicación de los puentes colgantes, la altura aproximada era de unos cinco metros, hasta el curso del famoso Poncho Verde, poblado de camalotes y otras especies vegetales.
El cauce o socavón curiosamente era escalonado, lo que permitía que muchas familias carentes de casas construyeran su rancho en los escalones de tierra, cuando llovía y se venía la creciente estaban preparados con escaleras, para levantar sus cosas hasta que bajara el agua, volver a empezar con el rancho, generalmente resistía la estructura.
Nosotros, muchachos que íbamos a la Escuela Normal con aspiraciones de obtener el ansiado título de maestros normales, utilizábamos ese derrotero por la calle Roca, en la bajada hacia el arroyo, cruzábamos de uno en uno hacia el otro lado por el puente colgante ubicado en el lugar.
Los vecinos del lugar nos recomendaban especialmente cuidado, porque en los amaneceres o atardeceres aparecían figuras extrañas, que mostraban gestos nada amigables que impedían el cruce o hamacaban la estructura, era de temer, por ello cuando estaba muy cerrado el cielo, caminábamos hasta el puente de la Batería, al menos los espíritus de allí sólo nos asustaban, pero no movían el puente.
Averiguando después de años con los pocos vecinos que no fueron desalojados de la zona, para construir sobre el arroyo entubado la Avenida Poncho Verde, nos comentaban que al puente de la calle Roca lo llamaban el del “ahorcado” y voy a relatar porqué.
Un joven estudiante de magisterio de la Escuela Regional, como nosotros, que realizaba el cruce en forma habitual por allí, se enamoró de una muchacha rubia como el sol, de ojos verdes oliva, a la cual saludaba cada mañana, ella desde el rancho de abajo correspondía a los requiebros del galán, en varias oportunidades el joven de buena familia le obsequiaba flores y bombones, arrojándolos con una cuerda en una bolsa, la muchacha descargaba el obsequio y le lanzaba un beso que derretía al romántico caballero.
Cerca de fin de año del año 1939 el joven enamorado próximo a recibirse, además de flores y bombones le obsequió una cadena de oro con una cruz también de oro, ella cuando observó el regalo abrió los brazos como queriendo abrazarlo con el corazón henchido de felicidad, parecía que salía del cuerpo de ella una luz de color celeste.
Más animado nuestro ferviente y devoto galán, se aventuró a hablar con uno de los cuidadores del puente, preguntó por la familia de la muchacha rubia a la que saludaba con intenciones de festejarla, ayudarle en lo posible a forjar otro destino que vivir en el arroyo. El hombre de años viejos sobre sus hombros, miró hacia el suelo cabizbajo, como dudando de lo que el joven averiguaba.
Luego de encender un cigarro con la tranquilidad de quien no tiene que preocuparse por el tiempo, le contestó que hace muchos años habitó allí una familia de inmigrantes alemanes, que vinieron engañados por oferta de trabajo, los sorprendió la pobreza por lo que, apelando a un amigo o conocido, hicieron su rancho en los escalones del profundo zanjón del arroyo. Continuó diciendo: la joven iba a la escuela primaria, un poco atrasada, hablaba bastante bien el castellano, tenía aproximadamente 17 años cuando la tragedia enlutó a la familia, la peste de difteria que diezmó grados y cursos completos de las escuelas correntinas se llevó a la muchacha, por su condición humilde y extranjera, fue enterrada allí mismo, dijo el longevo indicando con el dedo una sencilla cruz, debajo de un frondoso árbol de laurel que indicaba un lugar de sepultura, como tantas otras a lo largo del curso de agua. El muchacho no podía creer lo que estaba escuchando, quedó como poseído, no entendía cómo estuvo bastante tiempo en comunicación con un espíritu.
Caía la tarde y acompañado por el hombre se acercó a la tumba, observando en ella flores marchitas, cajas de bombones que fueron saqueadas por humanos y animales, emienterrada cerca de la cruz de madera asomaba el brillo de una cadena de oro, era la que el enamorado le había regalado. No encontraba explicación por que no la habían llevado, con un cariño inmenso tomó la joya y la apretó a entre sus manos llevándola al corazón que latía de manera extraña. Con ojos de resignación el hombre mayor le explicó que el espíritu de la joven permitía que llevaran los alimentos, pero ninguna otra cosa de su tumba, que muchas veces se la veía rondar por el lugar. Su familia había vuelto a su país hacía años, por lo que el espectro o fantasma o lo que sea, buscaba a sus padres y hermanos, paseándose por el lugar que fuera su hogar, en ciertas noches o amaneceres se la veía llorando, lanzando un sonido similar al canto de aves.
El anciano se despidió del chaval, dejándolo sólo con su profunda tristeza, no imaginó jamás la determinación que éste tomaría en el lugar, convirtiéndolo en tragedia.
Extasiado y ausente, como hipnotizado o poseído por un aurea celeste que lo envolvió, escuchó el llamado del más allá, un dulce ronroneo que lo invitaba a unirse al mundo de los espíritus. Buscó en el puente una de las correas que colgaban, excesos de las ataduras de las cuerdas, se enrolló en el cuello sentado, para lanzarse al vacío, hacia el escaso curso de agua del arroyo, donde murió en el acto con una sonrisa en los labios.
Desde entonces los vecinos del lugar acostumbrados a ver a su muertita, fantasma amoroso y bondadoso, observan no sin temor, por cierto, a una pareja feliz que deambula por los ranchos para después esfumarse hacia adentro de la tumba de la rubia, refugio de los amantes de tiempos distintos, será porque en ciertas ocasiones de abren puertas que los humanos no comprendemos para que ciertos amores perduren, como odios o venganzas.
La familia retiró el cadáver con estupefacción, no consiguieron que sacerdote alguno ofreciera una oración por el chico, era un suicida. Sólo los rezos de los pobladores del arroyo convirtieron a los jóvenes espíritus en sus Romeo y Julieta, el balcón era el puente colgante sobre la calle Roca. Como es de suponer la familia maldecía al espectro que se llevó la vida de un hijo, pero todo tiene su explicación posterior. Un día en que visitaban el pequeño panteón en el cementerio San Juan Bautista, para su sorpresa observaron a una joven rubia de ojos color oliva colocando flores en el lugar, al advertir la presencia de los familiares de su amado, saludó con una mano y misteriosamente escucharon una voz que les invitaba a visitar el lugar donde perdiera la vida el joven, dicho esto desapareció como el humo que se diluye en el aire.
La madre profundamente religiosa se sintió reconfortada, esa tarde fueron hasta el puente de la calle Roca y observaron a la pareja tomada de la mano con una sonrisa contagiosa que exhalaba felicidad, profundas lágrimas derramaron sus padres y hermanos, hasta saludaron a los fantasmas felices. Un señor de edad vecino del lugar observaba la escena con atención.
Es de explicarse querido lector que para los que conocen la historia del Poncho Verde y sus innumerables aparecidos y espectros, éstos al menos representan espíritus buenos, pero no se ocurra hacerlos enojar porque te hamacan el puente hoy desaparecido.
Como es de suponer realizada la obra de pavimentación, previo entubamiento del arroyo, el laurel desapareció con la vieja tumba, los antiguos pobladores tomaron otros rumbos. Pero aun así la pareja pasea por el barrio, sin que nadie los ubique, sus ropas son vetustas pero la alegría que emiten sorprende a muchos, no saben ni tienen idea que sus viviendas están construidas sobre los huesos de la alemana y el espíritu del ahorcado.