Jueves 28de Marzo de 2024CORRIENTES33°Pronóstico Extendido

Dolar Compra:$836,0

Dolar Venta:$876,0

Jueves 28de Marzo de 2024CORRIENTES33°Pronóstico Extendido

Dolar Compra:$836,0

Dolar Venta:$876,0

/Ellitoral.com.ar/ Opinión

Lombroso, Roma y el desfiladero suicida

Por Emilio Zola

Especial

Para El Litoral

Necesidad, pobreza, adicciones, ser molido a palos por un padre alcohólico, sentirse nadie desde siempre, saberse un descartado social desde el primer atisbo de conciencia empírica, hurgar en la basura, comer sobras, sobrevivir con menos que nada. Es la receta básica para formar un sociópata con todas las características del “loco moral”, aquel Petiso Orejudo nacido a fines del siglo XIX para convertirse en el primer asesino serial de la historia argentina.

Por mucho tiempo el raid delictivo del Petiso, cuyo verdadero nombre era Cayetano Santos Godino, fue noticia en los medios de la época y la palmaria prueba de la conclusión a la que había arribado el médico legista italiano Cesare Lombroso, autor de una investigación sobre la peligrosidad innata de los delincuentes, como si pertenecieran a una subespecie producto de cierta falla genómica que solo podría ser conjurada mediante el aislamiento y la ignominia.

La teoría lombrosiana, basada en el estudio de cráneos y otras características físicas de los privados de libertad, advertía que la determinación criminal de algunos seres humanos era el resultado de una combinación de factores biológicos y morfológicos, con lo cual había que precaverse frente a personas con determinada apariencia. El Petiso Orejudo cuadraba en esa interpretación, que direccionó a las normas penales hacia el endurecimiento de los castigos, con la pena de muerte en la cima de los vejámenes aplicados por la ley contra los perpetradores de la malignidad.

¿Sirvió de algo estigmatizar a los deformes como predelincuentes? De muy poco, aunque hasta el presente, en los sistemas jurídicos que se presumen modernos, aparecen elementos compatibles con aquella mirada científica que buscaba desentrañar los misterios del mal desde la verificación, a través del estudio de los elementos de la naturaleza. La castración química es uno de esos vestigios.

Pero el delito no se explica desde la observación estática de un espécimen, sino desde el devenir dinámico de las sociedades. Sonará trillado, pero los delincuentes son producto de determinados contextos sociológicos cuya “enfermedad” es global, abarcativa del todo, disparadora de frustraciones, segregaciones y agresiones erosivas de esa armadura psicológica llamada autoestima.

La desigualdad de una comunidad fracturada, en la que muy pocos amasan fortunas mientras las multitudes lloran pobreza, arroja luz sobre las verdaderas causas de un índice criminológico en alza. Un filósofo y jurista francés llamado Charles Louis de Secondat, conocido mundialmente como Montesquieu, fundamentó en los albores de la ilustración que Roma, el imperio global que hace 2000 años entregó los primeros esbozos de ley codificada, cayó como consecuencia de una división social cada vez más pronunciada, lo que derivó en la progresiva pérdida de calidad de vida a medida que se disparaba el latrocinio de guantes blancos.

La corrupción desvirtuó las instituciones gubernamentales al extremo de que los ciudadanos perdieron sentido de pertenencia. Dejaron de amar a su patria y se disgregaron hasta formar ejércitos autónomos que se adentraron en el infierno de las guerras civiles. Huérfanos de representación, cayeron en un proceso autofágico, indetenible. Primero cayó Occidente y 500 años más tarde Oriente. 

¿La causa? Una ambición desproporcionada. El afán de enriquecimiento infinito de los líderes y sus cófrades. Llegaron a un punto en que todo era soborno, fraudes electorales, compra y venta de fallos judiciales, abuso de los opresores sobre los más débiles, leyes que priorizaban las más absolutas garantías para los poseedores de riquezas, de propiedades y de tierras productivas, sin contemplar derechos para las clases desposeídas. La inseguridad jurídica fue abismal y tuvo como correlato la inseguridad callejera, con depravados que hacían de las suyas en un entorno de indolencia institucional comparable a la realidad de muchas naciones subdesarrolladas de la actualidad.

Los ciclomotores que transportan niños arracimados, carros tirados por caballos famélicos cargados con los escombros extraídos de algún edificio de lujo, semáforos cuyas luces rojas parecieran surtir el mismo efecto de la tauromaquia, asesinatos a sangre fría por un celular, robos desalmados a ancianos nonagenarios, automovilistas que aceleran bajo el efecto de las drogas hasta destrozar familias, jóvenes que matan a patadas a otro de su misma edad porque es morocho, gobiernos atravesados por internas palaciegas, recetas ultraortodoxas que incluyen el fomento de la portación de armas, rebeldes impostados que proponen el regreso del antiguo Estado gendarme y mucho más.

No alcanza esta página para mencionar todos los indicadores del abismo que viene. El endurecimiento de la coacción penal, la ejemplaridad de las condenas que convierten a un malviviente en el empalado de turno para aleccionar a las masas, la justicia por mano propia, los linchamientos en perjuicio de cacos desdentados, atrapados infraganti en lo alto de una reja perimetral. Todo está dado para que el descenso al averno sea inexorable, como consecuencia de un proceso de descomposición moral en el que viajamos todos, hasta la más santa de las novicias, hasta el más piadoso de los predicadores.

Las condiciones en que crecen los hijos de la mitad de un país sumido en la miseria son equivalentes a los abusos que padeció en su más tierna infancia el Petiso Orejudo, hijo de un sifilítico que le traspasó la enfermedad y redujo así sus cualidades mentales, hasta convertirlo en el monstruo que fue. Para que se entienda: no era por feo ni porque tenía las orejas grandes que Cayetano Santos Godino se transformó en una máquina de matar, pues nadie nace asesino. Fue el entorno, el sometimiento constante a una existencia espantosa, el resentimiento visceral que lo impulsaba a despreciar la vida, la inacción de instituciones oficiales que no pudieron frenarlo a tiempo, el fracaso de una política criminal que ya por entonces confinaba a las “manzanas podridas” en la Cárcel del Fin del Mundo, en las hostilidades de un frío sepulcral.

En un reciente estudio de la felicidad mundial, un investigador danés concluyó que en los países donde se pagan los impuestos más altos la ciudadanía es más feliz. Pero para que esa ecuación pueda cerrar es necesario mantener los estándares de corrupción en los niveles más bajos posibles. De esa manera el 99 por ciento de los recursos aportados por los contribuyentes se reinvierte en infraestructura destinada a mejorar el confort de todos los estamentos sociales, de modo que viven cómodos tanto los ricos en sus mansiones como los menos pudientes (no cabe la palabra pobre en Escandinavia) en sus departamentos.

¿Cuántos presos hay en Dinamarca? Según estadísticas oficiales de 2020, en el país nórdico la población carcelaria ascendía a 3700 personas. ¿Y en la Argentina? En 2020 había más de 98.000 reclusos de los cuales la mayoría permanecía en los calabozos sin condena firme, producto de la disposición favorita de los magistrados: la prisión preventiva.

Otra pregunta: ¿Se redujo el delito en la medida que se incrementa la rigurosidad de las penas en el sistema jurídico argentino? Por supuesto que no. Pasa todo lo contrario. La fábrica de desclasados se perfecciona con chicos pidiendo monedas al rayo del sol, mientras los padres beben la recaudación en tetrabrick. Incapaces de insertarse en el mundo laboral, impedidos de comprender un texto, subalfabetizados y habituados a la supervivencia en la jungla de cemento, son carne de cañón de organizaciones que operan en zonas liberadas, con la vista gorda policial patentizada en la presunta lucha contra el narco rosarino: sólo capturan pilinchos.

El destino representa una sentencia para los millones de niños que transitan por el desfiladero que forjó personajes como el “loco moral”. Si hay escapatoria para ellos, es solamente una única posibilidad expresada en la necesidad del cambio de chip mental en los que gobiernan. Es imperioso que se internalice el concepto primordial de que el dinero público es de todos, y como tal debe volver en beneficio de todos, bajo la forma de inversiones que generen oportunidades de trabajo. Con metas de mínima, poco a poco, porque si una certeza aflora de todo esto es que pasarán décadas hasta reestablecer el imperio de la soberanía popular consagrada por una Constitución Nacional que contiene todos los remedios normativos para contrarrestar esta cadencia suicida. Faltaría aplicarlos. Así de simple. Así de utópico.

¿Te gustó la nota?

Ocurrió un error