Por Rodrigo Galarza
Especial para El Litoral
A menudo solemos aludir a la expresión “viveza criolla” cuando nos referimos a algún acto por el cual alguien toma ventaja a través de alguna triquiñuela logrando así su cometido en detrimento de otra persona, grupo, institución, etc. Este comportamiento se halla muy arraigado en la sociedad argentina y podemos verlo en los más insospechados ámbitos y circunstancias de vida de nuestro país. A veces se aplaude su ejercitación… y otras, hasta a nosotros mismos nos resulta vergonzosa.
En mitad del siglo XIV se publica en España de forma anónima La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades (más conocida como Lazarillo de Tormes); lo que dará lugar al nacimiento de la novela picaresca. Esta novela narra con estilo autobiográfico la historia de un niño que deberá subsistir en su miserable infancia y paso a la adultez sin más armas que la picardía, es decir el ingenio y el engaño. Esta novela propone el nacimiento del antihéroe a través del cual se visualiza una feroz crítica a la sociedad de la época, dejando en evidencia la hipocresía de las autoridades eclesiásticas apalancadas aún en las estructuras medievales resistiéndose a la renovación que proponía Erasmo.
Si bien Lázaro se vale del ingenio para sortear las adversidades tal como Odiseo en la antigüedad; debemos señalar que este no se rige por motivos nobles o si se quiere éticos, sino por pura supervivencia como cuando agujerea la alforja de su primer amo el ciego para quitarle algo de comer, o cuando se apresura en cambiar las monedas por unas de menor valor durante la mendicidad. El lector termina identificándose con el ladronzuelo porque su actitud es una “pica” ante la ruindad de los amos que en el trascurso de la narración le van tocando.
En el Martín Fierro1, obra canonizada en nuestro país no solo por la academia sino también por los lectores, aparecen rasgos textuales que dialogan con la picaresca española y específicamente con el Lazarillo. Baste recordar el nombre del personaje que aparece en canto XXI de la Segunda parte: Picardía, un gaucho que pierde a su madre tempranamente y a cuyo padre (el sargento Cruz) no llega a conocer. Huérfano en el mundo, Picardía cae en manos de unas señoras muy religiosas de “corazones tiernos” aunque muy estrictas con las enseñanzas de la oración. En estos cantos aparecen rasgos de humor que de algún modo buscan la empatía con los lectores para que estos acepten las tretas del pícaro como cuando, más adelante, Picardía sobrevive haciendo trampas en los juegos de naipes.
Al igual que en el Lazarillo, el pícaro va aprendiendo su oficio…de pícaro, no sin antes ser ridiculizado por sus propios amos.
Quizá nuestros lectores coincidan con nosotros al señalar que las triquiñuelas de Picardía no han abonado…tanto la idea y práctica de lo que llamamos “viveza criolla”. Al menos no se han incorporado en el imaginario argentino con la contundencia con que lo han hecho los consejos de otro personaje llamado el viejo Vizcacha que despliega sin pudor alguno una didáctica de la viveza oponiéndose a los consejos que finalmente da el propio Fierro a sus hijos. (En próxima nota nos referiremos a este tema.).
¡Salud, poesía y libaciones!
Picardía
-Voy a contarles mi historia
(perdónenme tanta charla)
y les diré al principiarla,
aunque es triste hacerlo ansí:
a mi madre la perdí
antes de saber llorarla.
Me quedé en el desamparo,
y al hombre que me dio el ser
no lo pude conocer;
ansí, pues, dende chiquito,
volé como el pajarito
en busca de qué comer.
O por causa del servicio,
que tanta gente destierra,
o por causa de la guerra,
que es causa bastante seria,
los hijos de la miseria
son muchos en esta tierra.
Ansí, por ella empujado,
no sé las cosas que haría,
y aunque con vergüenza mía,
debo hacer esta alvertencia:
siendo mi madre inocencia,
me llamaban Picardía.
Me llevó a su lado un hombre
para cuidar las ovejas,
pero todo el día eran quejas
y guascazos a lo loco,
y no me daba tampoco
siquiera unas jergas viejas.
Dende la alba hasta la noche,
en el campo me tenía;
cordero que se moría
-mil veces me sucedió-
los caranchos lo comían,
pero lo pagaba yo.
De trato tan rigoroso
muy pronto me acobardé;
el bonete me apreté
buscando los mejores fines,
y con unos volantines
me fui para Santa Fe. (…)
Con aquella parentela,
para mí desconocida,
me acomodé ya en seguida,
y eran muy buenas señoras;
pero las más rezadoras
que he visto en toda mi vida.
Con el toque de oración
ya principiaba el rosario;
noche a noche un calendario
tenían ellas que decir,
y a rezar solían venir
muchas de aquel vecindario.
Lo que allí me aconteció
siempre lo he de recordar,
pues me empiezo a equivocar
y a cada paso refalo,
como si me entrara el Malo
cuanto me hincaba a rezar.
Era como tentación
lo que yo esperimenté,
y jamás olvidaré
cuanto tuve que sufrir,
porque no podía decir
“Artículos de la fe”.
Tenía al lao una mulata
que era nativa de allí;
se hincaba cerca de mí
como el ángel de la guarda;
¡pícara!, Y era la parda
la que me tentaba ansí.
“Rezá”, me dijo mi tía,
“Artículos de la fe”.
Quise hablar y me atoré;
la dificultá me aflige;
miré a la parda, y ya dije:
“Artículos de Santa Fe”.
Me acomodó el coscorrón
que estaba viendo venir,
yo me quise corregir,
a la mulata miré
y otra vez volví a decir:
“Artículos de Santa Fe”. (…)
Otra vez, que como siempre
la parda me perseguía,
cuando yo acordé, mis tías
me habían sacao un mechón
al pedir la estirpación
de todas las herejías.
Aquella parda maldita
me tenía medio afligido,
y ansí; me había sucedido
que, al decir “Estirpación”,
le acomodé “Entripación”
y me cayeron sin ruido. (…)
Me había ejercitao al naipe,
el juego era mi carrera;
hice alianza verdadera
y arreglé una trapisonda
con el dueño de una fonda
que entraba en la peladera.
Me ocupaba con esmero
en floriar una baraja;
él la guardaba en la caja
en paquetes, como nueva;
y la media arroba lleva
quien conoce la ventaja.
Comete un error inmenso
quien de la suerte presuma;
otro más hábil lo fuma,
en un dos por tres lo pela,
y lo larga que no vuela,
porque le falta una pluma.
Con un socio que lo entiende
se arman partidas muy güenas;
queda allí la plata ajena,
quedan prendas y botones:
siempre caín a esas riuniones
zonzos con las manos llenas.
Hay muchas trampas legales,
recursos del jugador;
no cualquiera es sabedor
a lo que un naipe se presta:
con una cincha bien puesta
se la pega uno al mejor.
Deja a veces ver la boca,
haciendo el que se descuida;
juega el otro hasta la vida
y es siguro que se ensarta,
porque uno muestra una carta
y tiene otra prevenida.
Al monte, las precauciones
no han de olvidarse jamás;
debe afirmarse además
los dedos para el trabajo,
y buscar asiento bajo
que le dé la luz de atrás.
Pa tallar, tome la luz;
dé la sombra al alversario;
acomódese al contrario
en todo juego cartiao:
tener ojo ejercitao
es siempre muy necesario.
El contrario abre los suyos,
pero nada ve el que es ciego:
dándole soga, muy luego
se deja pescar el tonto;
todo chapetón cree pronto
que sabe mucho en el juego.
José Hernández
1 El Gaucho Martín Fierro, publicado en 1872. La vuelta de Martín Fierro, 1879.