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Pepa Derqui, su misterio

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas” de Moglia Ediciones.

Como es sabido en la ciudad de Vera, el cordobés don Santiago Derqui se enamoró de la hija de García de Cossio y se instaló en Corrientes habitando una vivienda de dos plantas en 25 de Mayo esquina Salta (hoy Ministerio de Obras y Servicios públicos), frente a la plaza Mayor (25 de Mayo), de igual manera a la Iglesia Matriz y cementerio de la ciudad. Por esos virulentos años de la tiranía rosista, cuando la ciudad se enlutaba después de cada batalla, se hizo costumbre el riguroso luto entre las familias que ocupaban el centro, que era escaso, rodeado por el Cambá Cuá al oeste y el barrio la Rosada al Este, extendiéndose al Sur los campos pasando el arroyo Salamanca o el Isirí, camino al Riachuelo, antiguo camino real. 

En ese hogar ilustrado de la ciudad nació con felicidad Josefa Derqui, más conocida por Pepita cuando chica y Pepa ya mayor. 

Había cumplido la edad que la ley establecía para ser púber, poder engendrar y procrear, cuando por disposición de sus padres contrajo enlace por compromisos que asumieron con Díaz Colodrero Anzoátegui, un hombre mucho mayor que ella. No vivió su adolescencia, cambió las muñecas por los hijos. De pronto casi sin educación se encontró como matrona de un hogar con un anciano, según pensaba. 

El matrimonio vivía con relativa solvencia, su esposo político y comerciante no era rico, pero proveía lo necesario para el hogar; compartían la vieja casona con sus padres que ocupaba un cuarto de manzana. Llevaban la vida de una ciudad de provincia sombría entre misas, visitas, tertulias patrias, cumpleaños y velorios, entretanto el tiempo corría sin incentivo alguno. La pobre Josefa se 

consumía en largas y silenciosas horas de tejidos y bordados, cuidando los niños y rezando. 

Cuando corría su edad de 24 años quedó de pronto viuda, la soledad misteriosa la rodeó como si fuera una sábana negra, manto triste en plena juventud. 

No sabía qué hacer con su vida, mientras vivían sus padres no había problemas, pero los tiempos pasan. Le atribuyeron algún romance que posiblemente haya existido porque era buena moza, distinguida y joven, pero le faltaba el elemento esencial, la dote, carecía de bienes. Su familia estaba endeudada con los Bedoya que a la postre quedarían con la casa completa, los candidatos de la viuda huían, si hay algo que la sociedad correntina de esa época no perdonaba eran dos cosas: la pobreza y alguna libertad amorosa. La primera nadie podía levantar, la pobreza era como la lepra podía resultar contagiosa; la segunda motivada más por envidia que por otra cosa, una mujer joven, de linaje y hermosa.

Lánguidamente se fueron cerrando las puertas de sus antiguas presuntas amistades, ni siquiera el saludo en la calle se le brindaba, la borraron de la sociedad patriarcal, su voz dejó de ser escuchada, cayó en el profundo pozo de la “nadiedad” del ser, no existía, simplemente lo ratificaron en los hechos. 

Mayor gravedad introdujo la pertenencia de su padre a la Masonería. Cuando el Obispo de Buenos Aires Mariano José de Escalada lanzó rayos y centellas contra la masonería, tuvo ecos en Corrientes por la conducta del delegado eclesiástico José María Rolón, el que lanzó otra pastoral desde el púlpito y fijando sus anatemas en las puertas de las iglesias enviaba a los miembros de la Augusta y Constante Unión Nº 23 al mismo infierno, con pasaje de ida. En 1859 aproximadamente, este cura era ministro del gobernador Juan Pujol. Bartolomé Mitre le contestó a Escalada y Rolón de manera contundente, pero a la pobre Pepa le cayó el sayo negro del desprecio de sus comprovincianos, hija de un masón, qué podía resultar. 

Esa intolerancia se vivía con la Constitución Nacional que disponía y dispone la libertad de cultos, gobernando Urquiza que era masón. La persecución clerical la anota muy bien mi amigo Federico, que en paz descanse en el valle del eterno retorno. 

Santiago Derqui murió en septiembre de 1867 con el grado 33 de la Masonería, frustrado presidente de la Confederación, sin un peso en el bolsillo, con el oprobio de la iglesia católica dejando tras sí la vergüenza, inmerecida, de su actividad en la logia. 

Le tocó a Pepa vivir los desgraciados momentos del desprecio a su padre, estuvo sin sepultura desde el 5 o 7 de septiembre, discusión que no se cierra sobre la fecha de su muerte. Como según dicen no recibió los óleos ni confesión, murió como masón impenitente, excomulgado. 

Se prohibió su sepultura, pobre la familia que cargaba con el cadáver del ex Presidente. Se aplicó el Decreto de 1863 sobre laicización de los cementerios, gracias a la intervención de José Hernández y otros. Los católicos con su hipocresía afirman porque era muy pobre, lo que está contradicho por la historia. 

Su esposa superviviente Modesta Cossio de Derqui, devolvió a la logia todos los símbolos masónicos por medio del hermano de Pepa, Simón. 

La familia completa atravesaba una situación grave económica, social y moral, de ser miembros de la patricia Corrientes se convirtieron en parias y pobres. 

Pepa y su familia vivieron el agravio e injuria de un sacerdote de esos místicos dementes, que se negó a enterrar a su padre por pertenecer a la Augusta y Constante Unión Nº 23 de la masonería correntina, además de ser pobre, de conducta inmoral le adicionaron “La hija del masón”. Era como decir “Hija de Satanás”, qué más daba, que ella fuera a misa significaba un espacio vacío a su alrededor, por supuesto en el fondo al lugar donde se reservaba a los sirvientes, ex esclavos y gente de pocos recursos, en definitiva excluidos sociales.

Pepa aguantaba todo con estoicismo, rezaba con convicción a un dios que parecía sordo y mudo, cada vez las situaciones de la vida le mostraban la cara amarga de la existencia, vivía en un valle de lágrimas, el hambre apretaba y el frío atravesaba sus ropas gastadas por el tiempo implacable que todo lo corroe. 

Pepa acudió a una curandera que vivía en el barrio Cambá Cuá, la mujer afrodescendiente a la que conoció de otros tiempos cuando trabajó a sus órdenes; no olvidó nunca la generosidad de quien fuera su patrona, su gentileza y bondad. Al verla al borde del abismo, la consoló, brindándole su ayuda. Así, poco a poco, fue recobrando la sonrisa, la saludaban esas personas que nacieron con la miseria puesta, la gente del común o bajo pueblo, los guardias de los cuarteles, los vendedores ambulantes, inclusive no pocos le dieron de comer. Pepa ayudaba y al lado de su amiga Matilde la Negra, aprendió los secretos milenarios de los espíritus, de los antiguos dioses del África donde nació el hombre. Sí, allí nació el hombre, “después se fue para las Europas”, afirmaba la Negra. 

Aprendió nigromancia, de ese modo pudo comunicarse con su padre y su madre fallecidos, hablaba con ellos y le contaba sus penas y sus dichas, gozó de la vida; ya nadie la miraba con desdén porque ella no existía, era una pobre mujer de las orillas, una marginal más. 

Una noche sentada a la luz de los candiles de grasa conversando con la amiga, le pidió de pronto que le enseñara si podía, a aparecer en algún lugar utilizando el método de la traslación (desdoblamiento, cuando el cuerpo queda en un lugar y el alma con energía suficiente puede dibujar su figura en otro). Con cierta reticencia la amiga accedió, haciéndole prometer que no haría mucho daño, un poco de espanto estaría bien, no más. Pepa riéndose le prometió que no pasaría el límite, pero sabía que mentía, porque en un lugar de su alma guardaba una furia extraña por el entierro forzado de su padre, la ausencia de todos, la soledad y la pobreza, eran mucha carga para perdonar, salvo de vez en cuando alguna que otra moneda de la Masonería. 

Sin decir agua va, una noche apareció en el santuario de la Merced, el maligno sacerdote que tanto daño hizo a su familia se encontró de pronto con Pepa, transparente, luminosa que con una sonrisa le apuntó con el dedo, diciéndole: “pagarás lo que has hecho demonio, tendrás una mala muerte”. El infeliz se arrodilló, rezó cientos de letras canónicas, rindió examen completo del sacerdocio; para empeorar la cuestión el espectro le recordó sus pecados mortales, como la concupiscencia con una ex esclava con la cual tenía hijos. 

El fantasma se diluyó, el clérigo cayó en un sopor total. Así lo encontraron al otro día, con medio cuerpo paralizado, sin poder hablar, vivió postrado el resto de su vida, diciendo incoherencias: “Derqui, Derqui…” 

A otros de igual calaña les realizó la misma visita, algunos sobrevivieron, vivían en la iglesia pidiendo perdón, buscaban a Pepa, la que ante la insistencia de los moradores del viejo casco urbano se refugió en el Riachuelo, un pedazo de tierra que se salvó del desastre, fue con ella Matilde, la Negra. 

Pero como todo en la vida tiene principio y fin, a la Negra un día se le ocurrió morirse sin avisar, estando en el viejo Cambá Cuá la naturaleza la llevó sin pedirle permiso. Murió mansamente recostada en su sillón hamaca de madera. Pepa que no advirtió que no fue a dormir la encontró a la mañana, convocó a la cofradía de San Baltasar para su entierro en el cementerio de la Cruz, lugar destinado a los antiguos esclavos. 

La vida de Pepa transcurrió entre momentos felices y tristes, un diputado nacional socialista, que era como decir el diablo, la encontró ya mayor mendigando en las calles, solicitó una pensión para ella al gobierno nacional por ser hija pobre de un presidente de la Confederación, se aprobó, pero nunca la cobró porque la muerte la llevó, materialmente hablando. Fue a parar a una fosa común donde los espíritus se mezclan entre necesidades comunes. 

No se fue del todo, muchos de los que cerraron las puertas, sus hijos y familiares ven a Pepa pasear con la calle Salta o 25 de Mayo donde naciera, vestida humildemente con la ropa de tela barata de florecillas silvestres, a algunos los asusta, a otros los deja ir por compasión. 

Pepa continúa apareciendo a muchos descendientes de las familias que la expulsaron de la sociedad correntina, algunas veces sola, otras acompañada de su amiga Matilde la Negra. Que le han rezado misas en la ciudad de Vera, no les quepa la menor duda, los asustados e ingratos vecinos y familiares que abandonaron a la Pepa Derqui, gastaron más en misas que en otros menesteres. El ánima de esta pobre criatura de la naturaleza concitó el interés de hipócritas, falsos, esclavistas e injustos seres humanos; el dios al cual invocan sigue como siempre sordo, ciego y mudo como se comportó con una criatura que nada había hecho, más que nacer. 

Porque como dice el refrán: “Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos”. 

En los días que veas a Pepa por los lugares citados, salúdala con corrección, no te ganes en vano una visita no deseada, porque es seguro que lo hará.

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