Su poesía fue traducida al inglés, portugués, italiano y árabe, incluida en antologías nacionales y extranjeras, y reconocida con numerosos premios. Es doctor en Ciencias Sociales, magíster en Comunicación y Cultura y licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Buenos Aires, en donde se desempeña como docente.
Poética
En el escaparate,
el libro bosteza su nostalgia de polvo.
Un fantasma estornuda. Yo escribo.
Carlos J. Aldazábal
Muestrario mínimo
Toda resurrección lleva su tiempo
No crecerá un jardín en este páramo,
ni algas ni corales, ni especies invencibles,
ni siquiera algún musgo verdeciendo lo negro.
Todo el barro se mezclará en la arena,
toda la arena triturada en el vidrio,
y el polvo en el metal, y la vida en la muerte.
Las turbinas que vuelan encienden tuberías,
absurdos toboganes de lo que no se encuentra.
Pero se puede ver un halcón a lo lejos
que conoce el sabor y el olor de las ratas.
No crecerá un jardín, ni siquiera una selva.
Tal vez cañaverales como huesos que brotan,
huesos que como dedos escribirán los nombres
de los mismos verdugos que arrasaron los puentes
para que muera el río.
No crecerá un jardín en este páramo.
El viento sopla lejos sobre un bosque.
Las piedras acarician el agua.
La luna por el cielo.
Y ranas a la orilla con su canto estridente
anunciando, por fin, el inicio de todo.
(de Piedra al pecho)
Premonición
a Irma Liendro
Evoco la templanza de mis tías emparejando el mantel del desayuno. Mis tías aferradas a cepillos y esponjas. Mis tías decididas a alimentar sin pausa. Y la cantata aguda de un responso por los santos difuntos. ¿Era la pesadez lo que espantaba? ¿O la muerte aludida que llegaba de lejos? Con cierta lucidez yo advertía el futuro, el claro porvenir expresado en la mosca encima del mantel y la manteca.
(de Piedra al pecho)
Cuestión de Estado
Las teclas y la lluvia.
La humedad
que impregna las palabras,
el sonido
del ahogo y la miseria.
No hay brújulas de piedad
ni mandolinas,
ni pipas de la paz
ni punto aparte.
Los represores, funcionarios del odio,
y la locura intacta
de la codicia indigna.
Las teclas y la lluvia.
El tambor y la guerra.
Un policía endomingado
aprieta entre sus dedos mis palabras,
y mis palabras le escupen la sonrisa
de mercenario eficaz,
traficante de dudas.
Un funcionario de tiza,
muñequito de torta,
habla de destruir,
de hacer letreros,
y la lluvia no oxida sus juguetes,
los disparos de sangre,
la pimienta, los miedos.
El tambor y la guerra.
Las teclas y la lluvia.
La inútil vanidad
de los falsos poetas,
hasta que vuelva el sol
y la vida germine.
(de Mauritania es un país con nieve)
El aplauso del agua
Y entonces vino el agua para aplaudir los techos.
La ciudad era un diamante, y por los cerros caían las palabras,
desguazadas en cascabel de cantos, aluvión de tristezas, bandoneón de risas.
La imagen que se vio fue de Lituania:
Jean Paul Sartre caminando por una playa,
sabiendo que la inmortalidad puede venir de un ojo,
y que los ojos configuran a los fotógrafos, pero también a los poetas,
y que los poetas son aplaudidos por la lluvia cuando en la ciudad
suenan las campanas de las iglesias y los coros entonan loas
a los profetas de bastón y barba larga, ilusión de los versos
que dignifican las favelas y los bancos de los parques,
donde los desocupados leen los diarios o imploran limosnas.
Río de Janeiro era un precipicio, y la música coral una laguna.
Los poetas, bajo la luz del bandoneón, saltaban charcos de melancolía,
y en los laberintos de las calles se desbocaban las palmeras bajo el agua,
empeñada en continuar su aplauso, humedad en los vidrios, encanto de la noche.
Los versos sacudían a los presentes para que se esparciera la buena nueva,
y la buena nueva era una ciudad inventada por estatuas, lejos del oro y las cornisas,
redondeada por los aplausos de la lluvia que lo cubría todo, con su manto de piedad.
(de Camerata carioca)