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Valeria Correa Fiz o “la dulzura que es también un arma”

Nació en Rosario y actualmente reside en Madrid. Es autora de los libros de relatos La condición animal y Hubo un jardín, ambos publicados por Páginas de Espuma; y de los poemarios El álbum oscuro, El invierno a deshoras, Museo de pérdidas, Así el deseo, Cielo adentro y de la antología poética Perder el sur (publicada en Argentina por Editorial Baltasara). Su poesía ha sido distinguida con el I Premio Internacional de Poesía “Manuel del Cabral”, el XI Premio Internacional de Poesía “Claudio Rodríguez” y el III Premio de Poesía “Clara de Campoamor”, y traducida al alemán y al inglés.

Sabado, 13 de septiembre de 2025 a las 13:30

El asaltante nos trae voces vivas de la poesía argentina. Cada poeta nos acerca, además de poemas, su visión de la poesía.

 

Poética
Muchos de mis poemas nacen de la relación que tenemos con el cuerpo —el propio, el ajeno, el de los invisibilizados— y de las marcas vitales que lo atraviesan: el alumbramiento, las huellas del trabajo, los años, la enfermedad y sus cicatrices. Me interesan los rostros que nadie mira, los cuerpos expulsados de las estadísticas y del discurso oficial. En ese sentido, parte de mi producción poética podría enmarcarse en lo que se denomina “poesía social” y “poesía ecológica”, que son formas de resistencia y testimonio frente las fuerzas políticas que ocultan o enmascaran bajo cómodos eufemismos exclusiones y abusos.
La escritura es además un ejercicio de memoria: muchos de mis poemas se originan en la necesidad de conservar algo de lo que se ha perdido, confiando como Hölderlin, que lo único permanente lo instaura la palabra. Contemplar las ruinas o lo inconcluso es una manera de interrogar lo que queda y lo que somos, la herida que nos constituye. Sin herida no hay experiencia estética. Rilke lo advirtió: “El poeta no debe defenderse de nada”. La anémona que él contempló, tan abierta que ya no pudo cerrarse llegada la noche, ilustra esa idea: el arte y la escritura comienzan en la experiencia de lo abierto, allí donde las defensas ceden y queda expuesta la vulnerabilidad. ¿Hacia dónde se abre, entonces, mi escritura? Hacia la experiencia del amor, esa marca que atraviesa y acompaña la vida. Mis poemas dan cuenta de encuentros y desencuentros, de deseos cumplidos o truncos. También exploran el exilio y la extranjería, entendidos como la pérdida del territorio amoroso, pero también como un estado de conciencia. Aun así, no pienso la poesía solo como un registro del dolor: en ella busco también la ternura, el erotismo, la fraternidad como otros motores de experiencia y pensamiento.
Escribir es, en suma, mi manera de pensar el mundo y de interrogarme. La poesía comparte con la filosofía el origen en el asombro. Ambas prácticas surgen de la extrañeza frente a lo real que obliga a detenerse, mirar de nuevo, abrir espacio y dejar que lo cotidiano revele su misterio. Escribir no significa cerrar el sentido, sino abrirlo: sostener la pregunta, resistir al olvido y dar forma a lo que insiste en permanecer oculto. En esa apertura, la palabra se vuelve no solo estética, sino también ética: un modo de hacer visible, de cuidar y de afirmar lo que aún nos mantiene vivos.
Valeria Correa Fiz

 

MUESTRARIO MÍNIMO

Alumbramientos
A mis hijas, a mi madre y a todas las madres.  

Yo tuve tres corazones y un útero de dulce  
vino amniótico. También un ombligo 
dilatado en su gesto 
de asombro y dos cordones.

Las noches antes del futuro se agrandaban
en insomnio sobre cada uno
de mis doscientos seis huesos. 
Nueve meses más tarde, reducida 

a un solo corazón conservo 
la línea
de una cesárea doble
que me abrió la carne 

de lado a lado; sobre ella, escribo febriles 
palabras que subieron a la boca, como la leche 
al pecho, para alimentar el hambre 
del poema. 


Ese lenguaje que alumbra 
el cambio y la ausencia, ¿es otra cicatriz, 
un mientras tanto 
que apacigua lo perdido?
De Cielo adentro, Isla Elefante, 2025.

 

Mendigos
Atrapados por la jarcia de la noche,
con las bocas descosidas por el hambre, 
beben agua de lluvia al pie 
de las usinas. Son el terror 
desharrapado de los Centros 
Comerciales, son sombras
dobles en la noche de los atrios de las Iglesias,
y del cajero automático de tu Banco, 
Sociedad Limitada.

El ubicuo decorado urbano, son 
girasoles para siempre engibados 
en las bocas
de todos los metros, son
Señores de las Moscas por derecho mitológico.
Son Hermanos de la Basura y de los Restos 
del payaso de Mc Donald’s. 
No levantan la cerviz; tienen 
los ojos por los suelos,

imantados por tu limosna que brilla 
en su platito de cartón, 
como vulgares estrellas, pobres piedras 
que acabarán ellas también
por extinguirse. Nadie los mira.
Ellos no miran nada. El Ojo Tuerto 
de Índices y Estadísticas 
tampoco
los tiene en cuenta. 

Ya han sido expulsados
de toda República 
y de cualquier Reino, del portal 
de tu Comunidad, 
de ese Bar, de aquel Colegio, 
hasta en el Infierno se olvidaron de ellos 
y ellos no esperan 
ni siquiera epitafios rigurosos 
para ser más exactos.

Saben que seguirá lloviendo hasta el jueves 
y no pueden vivir más 
que empapados.
De Cielo adentro, Isla Elefante, 2025.


Punto de fuga
Vistas desde el suelo, 
las palmeras están plantadas a unos cinco metros de distancia 
las unas de las otras 
en la arena oscilante. 
Pero en lo alto, 
abiertas en estallidos verdes 
y sin perder la fidelidad a su centro y punto de partida, 
sus hojas se despliegan y confunden
en una única fronda 
articulada por múltiples clorofilas. 
Las aristas de sus hojas no se dañan 
y en su entramado dibujan una vasta sombra crepuscular
que nos recuerda que 
la soledad puede ser solo 
un error de perspectiva.
De Museo de pérdidas, Ediciones La Palma, 2020.

 

Exilio
No duele 
la noche de la carne ni el cardo 
en las heridas.

Duele en los tendones el saber 
que no hay 
adonde regresar.

No hay cuerpo que aguante esa distancia.
De Museo de pérdidas, Ediciones La Palma, 2020.


Ella
A Jorgelina Ventura

Ella 
me alisaba suavemente las solapas 
del abrigo 
a modo de despedida. 
En el tendedero 
las camisas alzaban sus mangas vacías en forma de súplica. 

Para rogar también hay que ser valiente. 

Yo usaba mi coraje, en cambio, 
para apretar los dientes. Y cuando me marchaba, 
a medio camino hacia ningún sitio, 
la felicidad de un perro al sol 
conseguía atenazarme las tripas.

Será mejor que detengas esta locura, 
me decía a mí mismo. 
Pero, es sabido, 
que a nadie le gustan los consejos.

Yo no sé qué tenían sus manos 
que podían con la misma suavidad 
alisarme el remolino de la frente 
que sujetar a la Bestia del Apocalipsis por el morro.

La dulzura es, también, un arma.
De El invierno a deshoras, Hiperión, 2017.

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