A diferencia de Europa o Estados Unidos, la Argentina carece de moneda y no puede emitir pesos por riesgo de hiperinflación si el público no aumenta su demanda. Tampoco puede permitirse desajustes fiscales pues, aun sin emisión, puede correr a las góndolas acelerando la circulación del dinero. La larga historia de incumplidor serial impide que baje el riesgo país dificultando el “roll over” de sus deudas y postergando las inversiones tan necesarias para equipar, modernizar y reconvertir. Ese oscuro prontuario, que no afecta a los países europeos ni a los vecinos, se mantendrá pegado a nuestra frente mientras no admitamos que ese pasado es responsabilidad de la nación entera y no de quien asumió la presidencia hace dos años.
Estados Unidos y la UE son grandes mercados que intentan proteger industrias con economías de escala, hasta ayer competitivas y ahora desafiadas por la irrupción oriental. No es el caso de la Argentina, con una trama fabril diseñada para un mercado pequeño cuyas industrias, sin capacidad exportadora, demandan dólares, pero no los generan, provocando crisis de balanza de pagos. Nuestro país no tiene el respaldo de la Unión Europea sino la carga del Mercosur, una unión aduanera imperfecta que la mantiene rezagada. Con un frágil equilibrio fiscal, tampoco tiene herramientas para fortalecer a empresas dimensionadas para el consumo interno ante importaciones baratas de cualquier origen que sean. Con China o sin China, la reconversión es indispensable para generar divisas, preservar empleos e impulsar el crecimiento.
No es solución cruzarse de brazos hasta el año 2030 esperando que el agro, los minerales y la energía provean dólares para mantener empleos no sostenibles, públicos y privados. La única herramienta eficaz, aquí y ahora, es nivelar la cancha reduciendo costos y “devaluando sin devaluar” con una reforma fiscal que involucre a las provincias y otra laboral, que permita aumentar el empleo registrado, bajando el costo no salarial, eliminando la nefasta industria del juicio e introduciendo conceptos de flexibilidad y productividad. Ese es un desafío de todos, no solo de Javier Milei.
En la Argentina hay 4 millones de empleados públicos, de los cuales 3 millones son provinciales y medio millón municipales, además de 1,5 millones de pensiones no contributivas. La “casta política” incluye 1525 legisladores, de los cuales 329 son nacionales y 1196 de las 24 legislaturas locales. Además, hay concejos deliberantes en 2234 municipios del país. Esa gigantesca cantidad de sueldos y jubilaciones presiona sobre los fiscos locales y dificulta cualquier reducción de impuestos distorsivos y de tasas abusivas que afectan la competitividad. Otro desafío para todos, no solo para Milei.
La Argentina no es una confederación de estados independientes sino un estado federal y la distribución de competencias fijada en la Constitución Nacional tiene por objeto una mejor gestión de los intereses comunes de 47 millones de habitantes y no crear “quintitas” en desmedro del progreso colectivo. Así como los gobernadores reclaman a la Nación “lo que les pertenece” también tienen la obligación de dar transparencia a sus gastos, reducir excesos de personal, eliminar el clientelismo, las contrataciones directas, las jubilaciones especiales, los abusos docentes, los registros de constructoras y las colegiaciones forzosas. En definitiva, deben bajar costos y eliminar regulaciones que frenan el desarrollo del conjunto. En particular, encarar la sustitución de ingresos brutos por otra fórmula que no implique tributación en cascada, eliminar el medieval impuesto de sellos e intimar a los municipios a que no cobren tasas sin prestaciones.
La vergonzosa negociación por cajas y cargos en la Legislatura bonaerense es una demostración de lo que se debe cambiar. Incluyendo la creación de seis nuevos cargos de directores en el Banco Provincia que utilizó Axel Kicillof para ganar votos de la oposición cuando ese banco debería privatizarse.
Ningún cambio será viable sin una toma de conciencia colectiva respecto de la gravedad del diagnóstico y la urgencia por solucionarlo. Eso no es un desafío para Milei, sino para toda la política y la clase dirigente.