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El disparate de renunciar a los sueños

El pesimismo crónico convive con el optimismo mágico. Esa aparente contradicción parece describir adecuadamente los típicos vaivenes de una sociedad confundida, que no encuentra rumbo y prefiere la comodidad de su permanente fracaso.

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

 

Se viven hoy momentos bastante complejos. El sabor amargo de esperar casi nada ha regresado una vez más y el horizonte no ofrece mucho. La incertidumbre nuevamente ha pasado a ser parte central del paisaje.

A veces es sólo la política, otras especialmente la economía, pero en la inmensa mayoría de las ocasiones es una combinación de ambas la que construye este panorama tan tristemente sombrío como poco prometedor.

Bajo ese paradigma de crisis constante, muchos ciudadanos se flagelan a sí mismos pronosticando, con absoluta mansedumbre, un futuro plagado de inconvenientes adicionales y sólo ven un interminable laberinto sin salida.

Luego, producto de alguna circunstancia, casi siempre exógena, un dulce “veranito” asoma y el sol sale otra vez para todos. De la noche a la mañana todo parece que florecerá. Inunda el imaginario colectivo la idea de que ahora sí se saldrá adelante, como si el destino natural ya estuviera escrito.

Ni una posición ni la otra tienen algún sustento. Ambas son la consecuencia de una visión totalmente infantil, extremadamente cándida, que piensa con excesiva convicción, que la bonanza es sólo una mera cuestión de suerte.

Es en ese contexto que ha crecido hasta el infinito una mirada paranoica que se apoya sobre la creencia de que las cosas no salen bien, porque el mundo se ha confabulado y conspira sistemáticamente contra el país.

Esa ideología demente suma adeptos día a día, porque entiende que los responsables de tantos tropiezos son siempre otros. Esas explicaciones simplistas evitan la gigantesca tarea de admitir errores propios y eso implica no hacerse cargo de cada una de las recurrentes decepciones.

La sociedad, en definitiva, prefiere hacer lo que supone que es más fácil, aunque eso termine luego siendo lo más trágico y frustrante. Su pasmosa actitud de vivir en esa insólita zona de confort le impide pensar en cambiar todo de cuajo y resolver los problemas atendiendo las profundas causas.

La gente se sigue quejando de la clase política como si los dirigentes fueran los propietarios monopólicos de todas las culpas y eso fuera suficiente para comprender acabadamente porque, hasta ahora, todo ha salido tan mal.

A estas alturas unos y otros han demostrado empíricamente, en los hechos y no con su encantadora retórica, que no tienen la más mínima idea de cómo se hace para solucionar los endémicos problemas actuales.

Ellos sólo han construido una habilidosa arquitectura discursiva que les ha posibilitado ganar en los comicios, vencer a sus eventuales adversarios y hasta hacerles creer a todos que nada ha salido bien sólo porque un grupo de ineptos y de delincuentes comunes, no ha sabido hacer lo obvio.

Cuando les ha tocado en suerte hacer la tarea asignada, demostraron cualidades demasiado similares, con ciertos matices poco relevantes. Hoy pueden contar la historia como deseen, pero los frutos están a la vista.

Ellos, definitivamente, han hecho muy mal los deberes. Se podrá optar por los menos malos a la hora de los turnos electorales, pero eso tampoco ha alcanzado para avanzar lo imprescindible.

Una pobreza estructural, corrupción por doquier, una inflación persistente y un déficit fiscal inflexible, la cultura del trabajo destrozada y múltiples asuntos no sólo sin solución, sino que ni siquiera se ha iniciado el camino para encontrar mejoras de corto plazo, son sólo una parte de este presente.

La educación, la justicia, la salud, la infraestructura, la seguridad, el empleo y hasta el sistema electoral, así como tantos otros tópicos no sólo no han evolucionado, sino que en muchos casos han empeorado secuencialmente.

Los políticos están repletos de excusas, de discursos colmados de pretextos. Eso lo hacen bien y por eso aún siguen engañando a tantos, pero también porque la sociedad prefiere dejarse estafar antes que revisar sus falacias.

Hasta aquí las evidencias dicen mucho y no dejan margen para hacerse los distraídos. No importa lo que la política diga. Ellos sólo protegen sus privilegios y sus eternas ansias de poder son las que guían su accionar.

Pero es la gente la que debe revisar su propia matriz. Es posible triunfar y siempre existe la chance de naufragar. Lo que no parece razonable es rendirse y no tener ni siquiera el anhelo de perseguir una meta.

La sociedad deambula hoy sin ninguna dirección. No tiene una simple hoja de ruta. Tampoco recorre un sendero buscando un objetivo concreto. Desperdicia su tiempo sin sentido y mientras tanto sólo intenta subsistir.

Las comunidades que han logrado progresar lo hicieron porque se propusieron un objetivo.

Hicieron enormes sacrificios, pero finalmente lo lograron. No midieron el tamaño de sus esfuerzos, sólo se permitieron trazar un norte y cada día dieron un paso para cumplir con ese desafío.

La historia de esta nación puede dar fe de este fenómeno. Miles de inmigrantes vinieron sin nada e hicieron de esta tierra un paraíso terrenal. Criaron sus familias aquí y consiguieron prosperar, pero todo eso fue a base de trabajo y de un ambicioso proyecto personal y también comunitario.

Claro que faltan líderes. Es indiscutible que la mediocridad se ha instalado en el centro de la escena, pero no menos cierto es que la sociedad no puede permitirse el lujo adicional de renunciar a sus sueños.

Cualquier privación vale la pena cuando una utopía consigue movilizar a las personas desde sus entrañas. Nadie dice que esto sea fácil, ni tampoco que con voluntarismo se ganan las batallas, pero si no es posible fijarse un propósito y diseñar una agenda, no existen políticas públicas que funcionen.

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