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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

La ilusión sonámbula y el presidente bombero

Por Emilio Zola

Especial

para El Litoral

Es la economía, estúpido. La frase acuñada por James Carville, jefe de campaña de Bill Clinton en las elecciones de 1992, se aplica en todo momento y en todo lugar donde el eje de una discusión electoral atraviese por situaciones de crisis recesivas, pero da un giro de tuerca en el contexto pandémico que obliga a los países a priorizar la cuestión sanitaria para proteger la vida de los más vulnerables frente a los mortíferos efectos del coronavirus.

Clinton derrotó a George Bush padre con una estrategia que expuso los desaguisados económicos de una administración republicana más concentrada en la política internacional a partir del fin de la Guerra Fría y el estallido de la Guerra del Golfo. Pero no todo era economía. Además de su célebre epigrama, el asesor había colgado otros dos carteles en el comando de campaña del entonces gobernador de Arkansas: “Cambio vs. Más de lo mismo” y “No olvidar el sistema de salud”.

La síntesis que esbozó Carville puede aplicarse al cuadro de situación que exhibe el Gobierno argentino, obligado a mitigar los efectos de una pandemia que ha destrozado la maquinaria económica mundial como consecuencia de una paralización obligada por el aluvión de muertos que se eleva especialmente en regiones cuyos líderes intentaron pasar por alto el virus en un intento por no lesionar la dinámica del mercado.

En la Argentina los aciertos gubernamentales en materia sanitaria son indiscutibles y la figura del presidente Alberto Fernández todavía es percibida como algo nuevo por cuanto no reencarna las costumbres autocráticas del kirchnerismo cristinista ni expresa el libremercadismo gélido del macrismo. Ni lo uno ni lo otro, el albertismo construye identidad propia en medio de la emergencia, con demostraciones de valía y cualidades dialoguistas que catapultaron su imagen positiva.

Argentina viene a ser la contracara de Brasil, donde Jair Bolsonaro deplora el confinamiento como método válido para contrarrestar los efectos del covid-19, recostado en más de 28.000 lápidas que se traducen como el costo de un empecinamiento irracional.

Las cosas no son muy diferentes en el imperio del Norte, hoy gobernado por el inefable Donald Trump, que exhibe las consecuencias de hacer caso omiso de las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) con un guarismo tétrico de más de 100.000 vidas perdidas, en su mayoría afrodescendientes, latinos o trabajadores informales de salarios bajos.

Con estadísticas que lo definen exitoso en la lucha contra la peste, el problema para Alberto Fernández es el desequilibrio entre salud y economía. En su caso se pueden palpar los efectos del desbalance en el triángulo de Carville, por cuanto mantiene vigente la idea de cambio versus más de lo mismo y atiende con pericia la cuestión sanitaria, pero hace agua en el plano de la economía.

El presidente conserva el crédito social emanado del inapelable veredicto de las urnas en 2019, que castigó duramente los errores de Cambiemos y prefirió a una coalición peronista conformada por los líderes territoriales del PJ ortodoxo y la facción K encabezada por la ex presidenta Cristina Fernández, ideóloga de un enroque magistral en la conformación de la fórmula que habría de vencer el 27 de octubre con el compromiso de ordenar las cuentas fiscales, frenar la inflación y generar empleo con equidad social.

Nada de eso sucedió. No hubo tiempo, porque a los dos meses y medio de iniciada la nueva administración el microbio excretado por un consomé de quirópteros cruzó el océano y entró por Ezeiza para trabucar los planes de un gobierno que apenas se estaba instalando con la cabeza puesta en la renegociación de una descomunal deuda heredada como única alternativa para desarrollar un programa de reactivación que se concentraría en la obra pública y el aplacamiento de las desigualdades.

Hoy Alberto es un presidente bombero. El que tuvo que hacerse cargo del país en plena contaminación planetaria, para lo cual hubo de relegar los que iban a ser objetivos centrales de un gobierno al que le tocó sobrellevar una plaga tan letal como impredecible. Y lo hizo con decisiones que antepusieron la salud poblacional a cualquier otro tópico de la agenda pública, con una acertada anticipación de la cuarentena que le valió una sorprendente consolidación política a pesar de los errores cometidos en el transcurso de la propagación viral, como la compra de alimentos con sobreprecios, el descontrol en el pago de jubilaciones y la incapacidad oficial para llegar con asistencia a sectores marginales.

Las cifras del covid-19 en la Argentina demuestran que el Gobierno tomó en su momento buenas decisiones. En estos días, con la metrópolis porteña y el Amba en franco ascenso hacia el pico de contagios, los 15.000 casos confirmados y el medio millar de fallecidos son indicadores de que la estrategia oficial mantiene bajo control la diseminación, aunque la peste golpea donde más duele, en las clases sociales estragadas por la pulverización del empleo privado y sin que la ayuda oficial logre abarcar a los más indefensos, que son los que más mueren.

A dos meses y medio de iniciada la cuarentena nacional, en las puertas del invierno y en un escenario económico calamitoso, el debate por la reapertura de la maquinaria productiva del país se ha instalado en todos los sectores sociales como una luz de alerta que titila en el escritorio presidencial. 

Corrientes se erige como un ejemplo del bien hacer con una reapertura controlada de los servicios no esenciales. Mozos, lavacoches, albañiles, peluqueros y cosmetólogas valoran la nueva normalidad de la fase 5, con estrictos protocolos diseñados para evitar un repique de la curva. El país mira por los noticieros al gobernador Valdés que asume el desafío con pelota dominada, y quiere lo mismo.

Lejos del equilibrio tripartito de Carville, Alberto sigue representando un cambio y cuida la salud, pero desatiende el clamor de miles de empresarios pymes, emprendedores varios y una infinidad de cuentapropistas arruinados que esperan volver a trabajar al menos para sobrevivir.

Los esfuerzos del Presidente en el plano de la economía se circunscriben al inasible acuerdo con los dueños de la deuda argentina, en una negociación que el ministro Martín Guzmán prolonga con el mismo criterio que se extienden los plazos de la cuarentena, en ciclos de 15 días y sin definiciones a la vista.

Mientras tanto, el dólar vuela por los aires y los alimentos continúan su escalada de precios, sin los controles fiscales prometidos. A la vez, miles de emprendimientos comerciales cierran sus puertas, ajusticiados por una paralización devastadora.

Ahora está más claro que nunca que el asesino invisible se ensaña con los débiles. Asola en villas y barrios vulnerables como el Gran Toba de Resistencia, pero también destruye el proyecto de vida de propietarios de pequeños hoteles, dueños de restaurantes y organizadores de eventos, por citar rubros incendiados en esta hecatombe epizoótica.

El combo coronavirus, deuda externa y pobreza galopante conforma una pesadilla de la que Alberto intenta sobreponerse con anuncios de cumplimiento incomprobable como la mentada reforma tributaria y el impuesto a las grandes fortunas. El jefe de Estado busca despertar del mal sueño con anuncios golosos de concreción dudosa, pues la única fuente de financiamiento es, por el momento, la máquina de imprimir. 

Como en “La noche boca arriba”, el cuento de Julio Cortázar, que intercala con deliciosa sintaxis porciones de fantasía y realidad en la efímera vida de un protagonista confundido entre ambas dimensiones, puede que la pujanza que el Presidente acaricia en la épica de sus discursos sea, en verdad, la ilusión sonámbula que al espabilar lo sitúe inexorablemente en una tangibilidad de caos económico y social cuyos efectos, como en toda guerra, tenderán a recrudecer exponencialmente en la pospandemia.

 

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