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La incomprensible adicción por el Estado

Existe un alegato político global atravesado por una lógica argumental que no aporta elementos suficientes para sostenerse, sin embargo, casi irreflexivamente insiste recurrentemente con más de lo mismo. 

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez 

Durante mucho tiempo se creyó que un Estado eficiente y robusto resolvería muchos de los problemas cotidianos. A medida que pasaron las décadas esa ilusión se fue desvaneciendo progresivamente ante la irrefutable realidad que exponía su impericia inexcusable.

El progreso de la humanidad no ha venido de la mano de esa institución, ni mucho menos gracias a ella, sino a pesar de su presencia. Las invenciones más novedosas, las ideas más alocadas que lograron sobrevivir en el tiempo lo hicieron porque ciertos individuos se animaron a apostar por ese desafío.

No lo hicieron esquilmando a los contribuyentes forzosamente sino arriesgando su capital propio, endeudándose por momentos, poniendo el cuerpo en primera persona, ratificando su mirada no con retórica vulgar sino con su esfuerzo personal, apasionado y trabajando sin descanso.

Por alguna razón, que se debería analizar con mayor detenimiento, la gente se apropia a diario de esas brillantes creaciones, las usa con enorme entusiasmo, pero a la hora de hablar de política y plasmar su ideología opta por aquellas opciones que le prometen más Estado, es decir que, en vez de explicar los fracasos obtenidos frente a sus retos, redoblan su juego.

Es inocultable el desprecio generalizado por el mercado, el capitalismo y cualquier otra cosa que se le asemeje. En esa batalla cultural, la izquierda ha hecho un excelente trabajo. No lo ha construido con consignas repletas de amor, sino más bien promoviendo el odio, el resentimiento y la envidia.

El eje central de su narrativa es que aquellos que han logrado hacer una pequeña o una gran fortuna, la heredaron, tuvieron algo de suerte o se la robaron al pueblo. Nunca reconocerían mérito alguno en ese proceso. Necesitan demonizar a los exitosos en lo económico para así poner un manto de piedad sobre los que no lo intentaron ni lo consiguieron.

Así buscan edificar una mayoría electoral relativa. Desde que abandonaron la dinámica del asalto al poder con la violencia física y descubrieron que podían alcanzar su meta manipulando a la democracia liberal, se han perfeccionado y ajustan ese artilugio constantemente hasta el día de hoy.

Con una eficacia elogiable ganan elecciones o en otros casos se convierten en una barrera para impedir que la sociedad evolucione. A veces lo hacen con partidos que recitan esto a cara descubierta y en otras ocasiones apelan a la tibieza de la socialdemocracia para aplaudir sus iniciativas, pero con modales más occidentales que permiten disimular idénticas visiones.

Lo paradójico es que pese a sus planteos rimbombantes hoy no pueden siquiera garantizar lo esencial. No se dispone hoy de buena educación, salud, seguridad y justicia pública. En los papeles todo suena romántico, pero en lo fáctico fracasan de millones de formas diferentes.

Esos políticos se ufanan del Estado, hacen una apología de su existencia e intentan todo el tiempo explicar la conexión que existe entre ese burocrático, corrupto e ineficiente esquema y sus supuestos logros. Han aprendido a “vender” sus falacias. Muestran escuelas, juzgados, comisarías, rutas, hospitales y la lista sigue. Saben del poder de las imágenes y por eso abusan de ese recurso. Lo que jamás exhiben es cuánto han gastado para hacerlo, ni mucho menos el procedimiento transparente que todos se merecen. Siempre disfrazan esas cuestiones de una manera tramposa porque no tienen forma de explicar lo oneroso y opaco que resulta hacer eso de lo que están enamorados.

Para ejecutar esas obras y cada uno de sus delirios han saqueado previamente a los ciudadanos. Les han quitado una porción demasiado importante de sus ingresos para solventar estas aventuras. Claro que han diseñado un relato muy emotivo para justificar semejante despropósito.

Miles de niños se educarán, otros ciudadanos podrán disponer de un servicio de salud, personas podrán transitar un camino y eso es una mejora indiscutible. No cuentan jamás la inmensa lista de cosas que se dejaron de hacer cuando se utilizó ese dinero retirado coercitivamente a sus legítimos dueños, a esos individuos que se esforzaron para generar riqueza.

Este debate nunca se abre. El panfleto dirá que es mejor más Estado que más mercado y para explicar su punto proponen imaginar una sociedad completamente anárquica. Es tan débil y burdo el montaje intelectual que solo pueden mantenerlo con absurdos planteos, esos que les permiten ocultar la cuestión de fondo.

Esta inercia seguramente no se modificará pronto, aunque habrá que decir que las generaciones más jóvenes ya están tomando nota de esa mentira institucional que pretenden difundir los beneficiarios principales de ese aparato. Los que patrocinan esas ideas estatistas siempre son los que administran los fondos de los contribuyentes o los que se postulan para hacerlo. Vaya casualidad. Creer que es una coincidencia sería muy ingenuo.

Los políticos del presente nunca modificarán ese discurso, no necesariamente porque crean férreamente en él, aunque muchos se han convencido de ese credo. Esos dirigentes solo han aprendido a hacer discursos que resultan funcionales para sus intereses propios. Cuanto más Estado, más presupuesto disponible, más plata para distribuir caprichosamente, más se sienten emperadores repartiendo el botín.

Para que esta mecánica se interrumpa, o al menos se minimice como sucede en muchas naciones algo más razonables y desarrolladas, es la gente la que debe decir basta. Es a lo único que le temen los líderes actuales, al poder irrefutable de los votantes, esos que marcan el sendero y que tienen la potestad de validar sus travesuras o de ponerle límite a esa locura.

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