El siglo XXI es tiempo de otros unicornios. Son empresas jóvenes, basadas en la innovación tecnológica y que revolucionan actividades tradicionales. Cuando tienen éxito y llegan a valorizarse por encima de los 1000 millones de dólares, el mercado inversor las denomina “unicornios”, evocando el carácter fantástico del animal de un solo cuerno, espiralado, que imaginó la mitología griega.
Lo sorprendente es que la Argentina, un país en decadencia, agobiado por la inflación y la pobreza, con una clase media en vías de extinción, haya dado lugar a una docena de esos unicornios como Mercado Libre, Despegar, Globant, OLX, AuthO, Ualá, Vercel, Aleph, Tiendanube, Mural, Bitfarms y Satellogic. Además de otros en gestación, que aún no han llegado a ese terreno de valorización.
Habiendo pasado por sus aulas, públicas y privadas, la mayor parte de sus fundadores vive en el exterior, aunque reconocen la existencia de un “ecosistema emprendedor” en nuestro país, donde contratan a muchos de sus colaboradores. Todos ellos, sin duda, han sido el último aliento de la Argentina educada, amante del progreso, el esfuerzo y el mérito, valores “burgueses” que prevalecían hasta el descalabro populista de este siglo.
Marcos Galperín (Mercado Libre), Martín Migoya (Globant), Alec Oxenford (OLX), Eugenio Pace y Matías Wolowski (AuthO), Pierpaolo Barbieri (Ualá), Guillermo Rauch (Vercel), Gastón Taratuta (Aleph), Ignacio Franchini y Eugenio Munaretto (Tiendanube); Patricio Jutard, Mariano Suárez Batán y Agustín Soler (Mural); Emiliano Grodzky y Nicolás Bonta (Bitfarms) y Emilio Kagierman (Satellogic), además de los ya veteranos Martín Varsavsky y Wenceslao Casares, han revolucionado el comercio electrónico, el desarrollo de software, la seguridad informática, la inclusión financiera, las plataformas digitales, la publicidad en internet, las tiendas virtuales, las pizarras online, el “minado” de bitcoins y hasta minisatélites de baja órbita para servir al agro, la minería y los hidrocarburos.
Esas visiones contrastan con otros personajes sórdidos, que dedican su creatividad a construir negocios alrededor de las cajas del Estado o a obtener inmensas plusvalías mediante regulaciones que disponen aportes compulsivos o regalan mercados cautivos. A diferencia de los luminosos unicornios, se especializan en expoliar a los argentinos, condicionando políticas públicas en su provecho, usando el empleo como toma de rehenes, anudando connivencias sindicales y repartiendo comisiones en tiempo y forma. Eso explica la oposición de factores de poder a cualquier auditoría externa, como el FMI, que pudiese correr el velo de ese maridaje siniestro que bloquea el crecimiento del país.
Ningún unicornio se formó sobre la base de contactos oficiales, ni con adjudicaciones directas, ni con regulaciones de favor. Han generado riqueza con propuestas disruptivas reconocidas como creadoras de valor en cualquier idioma, en cualquier latitud. En pocas palabras, son competitivos a nivel global. Si la Argentina no hubiese adoptado un corporativismo corrupto que remató al Estado al mejor postor, arruinando sus instituciones, los unicornios serían muchísimos más y ofrecerían oportunidades de trabajo a millones de jóvenes que hoy no encuentran futuro.
Para coronar ejemplos, cuesta entender cómo tanta ayuda social redunda en trascendencia política, generando de ella una verdadera industria. La Argentina está inmovilizada por la gravitación de intereses oscuros sobre la política en todos sus niveles; una red de privilegios y prohibiciones que inhiben cualquier iniciativa creativa.
Si Silvio Rodríguez perdió en Cuba su unicornio azul hace 40 años y nunca más lo pudo encontrar, esperemos que nuestro país logre desembarazarse de aquellos intereses para no perder más unicornios, ni tampoco las 650.000 empresas de la economía real que aún sobreviven a un gobierno aliado de quienes debería repudiar.