Por Rodrigo Galarza
Especial para El Litoral
“El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino”. El inicio de “Sur”, el magistral cuento de Borges, bien podría señalarnos otro desembarco, aunque biográfico, también acaecido en Buenos Aires: el del propio Borges que regresaba al país tras su larga estadía en Europa de siete años. La experiencia de este regreso marcaría notablemente al joven poeta que inmediatamente fundó la revista literaria “Prisma” y tiempo después “Proa” junto a Ricardo Güiraldes, Alfredo Brandán Caraffa y Pablo Rojas Paz.
En la ebullición del regreso, Borges redescubrió su ciudad natal y reafirmó los valores de la patria. Con la publicación de Fervor de Buenos Aires (1923), su primer poemario, empezó a esbozar en su obra lo que más tarde él mismo llamaría “la mitología de los arrabales”. Asimismo colaboró asiduamente en la fundamental revista “Martín Fierro” (1924 a 1927). Podría decirse que no solo colaboró en esta revista sino que también frecuentó al grupo de colaboradores entre los cuales se encontraban Leopoldo Marechal, Xul Solar, Oliverio Girondo, entre otros.
Son conocidas las constantes valoraciones que Borges hizo sobre el Martín Fierro, ya sea en breves ensayos publicados en libros como “Discusión” e “Inquisiciones” o en conferencias; pero también a través de proyecciones dentro de la ficción como los cuentos: “El fin” y “Biografía de Tadeo Isidro Cruz”.
Quienes hayan leído al maestro de El Aleph saben que los prólogos y epílogos que él mismo escribió para sus libros con deliciosa maestría, son en sí un subgénero narrativo. Veamos lo que dice sobre “El fin” publicado en la segunda edición de Ficciones: “Fuera de un personaje -Recabarren-, cuya inmovilidad y pasividad sirven de contraste, nada o casi nada es invención mía [...]; todo lo que hay en él está implícito en un libro famoso y yo he sido el primero en desentrañarlo o, por lo menos, en declararlo”. Ese libro famoso al que hace referencia es, por supuesto, el Martín Fierro.
Además de Recabarren (el pulpero inválido) que no aparece en Martín Fierro, Borges centra el núcleo del relato en el encuentro del Moreno y el propio Fierro. Pero antes debemos contextualizar cómo es este encuentro en el poema: en la segunda parte, en el canto XXIX, luego del reencuentro de Fierro con sus dos hijos y el de Cruz, en una reunión de cantores se presenta un moreno que desafía a Martín Fierro a un contrapunto. Este moreno resulta ser el hermano menor del negro que Martín Fierro había asesinado en la primera parte. Así en el canto XXX se da comienzo a la famosa payada entre Martín Fierro y el Moreno. La disputa física violenta da lugar a la disputa oral, a cantos llenos de sabiduría de un lado y de otro. Esta payada pone de relieve que Fierro es un hombre convertido, que ha abolido para siempre la pendencia del cuchillo; del mismo modo que el Moreno aquieta su ansia de venganza por la muerte de su hermano.
En el cuento “El fin” el encuentro entre ambos tiene lugar también en la pulpería, regenteada por un tal Recabarren que inválido observa desde su catre cuando el Moreno y Fierro salen a la llanura y se traban a cuchillazos. Pero antes de salir a la lucha ambos entablan el siguiente diálogo:
“—Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
El otro, con voz áspera, replicó:
—Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
—Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
El otro explicó sin apuro:
—Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
—Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.
—Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
Un lento acorde precedió la respuesta de negro:
—Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.
—Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
El negro, como si no lo oyera, observó:
—Con el otoño se van acortando los días.
—Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.
Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
—Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
—Tal vez en este me vaya tan mal como en el primero.
El otro contestó con seriedad:
—En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo”.
Es aquí donde Borges cambia, corrige el final de La vuelta de Martín Fierro; no hay payada pacífica sino la ejecución de una venganza: el Moreno da muerte a Fierro. El autor de Ficciones vuelve a exaltar la ética del coraje propuesta por Hernández en la primera parte; y aquí, al convertir en asesino al Moreno señala uno de sus motivos preferidos: la identidad de los opuestos: “Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre”.
La revista “Martín Fierro” dio cabida a escritores y artistas plásticos que entrecruzaban tradición y vanguardia. Con el tiempo sus colaboradores fueron llamados “martinfierristas” o grupo Martín Fierro.