Cristian Aliaga o “Un ring para dios”
El asaltante hará un recorrido por las voces vivas de la poesía argentina. Cada poeta nos acercará, además de poemas, su visión de la poesía.
¿Por qué, para qué la poesía?
Escribo poesía para aprender, experimentar, buscar al otro; para que los otros completen lo que escribo. Jamás escribo lo que puedo explicar. La poesía no puede ser hecha por uno, sino por todos, Lautréamont dixit. Detesto la poesía concebida como un lujo, decía Celaya, aunque asumo que es un producto complejo de la cultura que exige atención, concentración, disposición, de quienes leen y completan lo escrito. Vale la pena rescatar aquel planteo de la poesía concreta brasileña en el sentido de que la poesía viable del presente es una poesía de posvanguardia, no porque sea posmoderna o antimoderna, sino porque es posutópica. Se trata de resistir en todos los planos de la existencia, ser capaces de escrituras de riesgo y de experiencias con el lenguaje que no estén reñidas con las causas de los que sufren, mientras nos negamos a cualquier mesianismo.
Pienso que la poesía es un perro verde, al tiempo que un producto cultural sofisticado. En su ajenidad del mercado radica precisamente su interés último, su poder más precioso. Lo dijo impecablemente Guillermo Boido: la poesía no se vende porque la poesía no se vende. El mercado se ocupa de todos y de todo aquello que tiene un rédito, que tiene un objetivo material, que acumula poder. La poesía no: la poesía está en contra del poder. El poeta está contra el poder, o ya dejó de ser un poeta. Esto va más allá de cualquier ideología. Me gusta lo que decía Dalton, “frente a la burguesía, el poeta sólo puede ser un payaso o un enemigo”. No por nada la iniquidad del poder ha estado siempre en contra de los poetas y de los desheredados en general.
La mirada de los poetas está cerca de la mirada de las víctimas, pero no cargada de resignación. Vallejo y Gelman son ejemplos de poetas que dan testimonio sin empobrecer a la poesía. Los poetas tenemos el compromiso de hacer propia la mirada de los humillados y ofendidos; todos los que son –somos– reducidos al rol de víctimas y de consumidores del mismo sistema que nos reprime y nos aplasta.
Cristian Aliaga
MUESTRARIO MÍNIMO
Disimulo
Yo era cadáver, y volví
a salir por mis pies.
Agradecí a los carteles luminosos
del hospital
en medio del gentío.
La barahúnda, el olor de todos,
la droga que fascina en la Ciudad Oculta.
La marea incontenible del atardecer,
las luces del misterio ciego
el transporte con gente
que cuelga
ajusticiada por el trabajo.
La noche solitaria de los vivos,
la ilusión de ser parte
de algo que se mueve
hacia una esperanza
que se acelera
en el corazón partido.
Bajo mis pies
la senda a recorrer
el vagar puro de quien no tiene
regreso ni un lugar a la sombra.
Por la plaza giran putas, mendigos,
los náufragos tienden
colchones para la noche,
la policía cobra en especie.
Vamos rumbo al Paraíso
con identidad encubierta.
En la fuente baila un payaso
que fue asceta o gerente.
Abandono mis vendas y apósitos,
acá todos llevan sus heridas
al descubierto.
Entre víctimas
está mal visto
el disimulo.
La ocupación
Un bar cerrado a cal y canto
al trabajo imbécil,
a la desgracia del día.
Se bebe, pero ésa no es
la verdadera ocupación.
El que ve pasar el mundo,
abandonado tras las ventanas
desnortadas de cualquier éxito.
El que tose para adentro
su pudor o fracaso,
el que grita para decir
que tiene todavía algo para decir
a nadie.
El que desafía a los presentes
pero sobre todo a los muertos,
y después se refugia
en la herida más cruel
para no hablar más
hasta la hora del cierre.
El bar luce pocas botellas
no abre las ventanas
ni ventila el alma jamás.
Los caídos no dejan de llegar,
ni quieren ver la calle
en que se golpearon.
Vamos a un ritmo,
no hay semana ni lunes
que nos destrocen del todo.
Aquí se sueña con morir:
las hazañas jamás son verdaderas;
se vive con lo que no se tiene.
La esperanza
es una ronda más,
pagada por otro.
La secta del gatillo
El monte de
los suicidas
que guía mi destino
tiene una ermita
de santos de plástico.
Gatos chinos que no mueven la mano,
Budas gordos y flacos,
un Maruchito tallado en caldén
el hijo de la Difunta Correa en plastilina
y el Gauchito Gil de fierro
se ríe sin parar
de sus perseguidores.
Cristo no se asoma
del Nuevo Testamento.
Un graffiti recibe a los indecisos:
“Señor, Señor, por qué
me abandonaste
a las puertas de la salvación
con la Secta del Gatillo”.
Mi madre hierática no fue,
el padre mío sí, cantaba tangos
en la oscura siembra.
Imaginaba París para cantar
como un uruguayo.
Ah, los señores
que lo ungieron al arado.
Hemos sido insensatos,
sedientos, santos de catedral destruida,
infancias pobres, gauchitos giles,
del amor aquél cruel que suscita
desastre,
pero no descarten el futuro
en esos imbéciles de genealogía,
yo mismo
el instrumento, los bueyes,
mi padre y yo.
Un ring para dios
Queremos un ring para dios pero dios se recuesta contra las cuerdas permanece quieto sin responder al árbitro nadie podría pegarle sin ser considerado maricón pero entonces no hay box ni riña teológica que lo saque de allí el ring es enorme a los ojos de los incrédulos se tiran golpes sobre dios la lona alberga a una multitud de caídos no hay triunfo sino presas del KO de dios la mirada de él está húmeda el protector inguinal es de cuero virgen esa mirada de él dramatiza que no habrá golpes pero se posa sobre los caídos como al descuido generaciones de caídos no creemos en dios sino en sus golpes de KO su mirada húmeda su protector de cuero virgen.
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