En el mundo actual, globalizado y volátil, la principal ventaja comparativa de una nación son sus instituciones. Estas reflejan, en definitiva, el grado de compromiso de un grupo humano con su futuro, con sus hijos, con los más débiles. Son fruto de su educación, de sus creencias colectivas, de sus valores compartidos. Sin instituciones, el riesgo país las condena a la miseria. No debe ser desdeñado.
i explicásemos que el dichoso índice de riesgo país -cuyos dígitos fluctuaron entre tres y cuatro en la última semana– incide sobre la vida cotidiana, pocos lo creerían. Nada parece más alejado del vulgar changuito que una sigla en inglés, como EMBI (Emerging Markets Bonds Index). Para peor, lo calcula un banco extranjero y no refleja la capacidad del ama de casa de pagar sus compras, sino de honrar deudas soberanas.
El problema es que tampoco lo entiende la política, reticente a cualquier termómetro, tensiómetro o glucómetro que refleje una realidad contraria a sus discursos. Pues las agujas o líneas digitales provocarían tensiones, fiebres y desmayos. Es decir, quitarían votos por culpa de una abstracción financiera que se huele vendepatria.
Ese indicador, atribuido con desdén al mundo de las finanzas, gravita en forma decisiva en el mundo de la realidad. Determina si “las doñas” podrán llegar a fin de mes y cuánto podrán cargar en su changuito. Se lo desdeña, no solo por ignorancia, sino también para evitar los cambios que su luz roja prescribe y sin los cuales, ni el carrito se llenará, ni la plata alcanzará. Refleja el incómodo presagio de que, a falta de cambios, nuestros problemas seguirán igual o empeorados con el tiempo.
Como todos los países, la Argentina esta expuesta a demandas sociales cada vez más intensas que exigen, a su vez, grandes transformaciones para satisfacerlas. Desde la extensión de la vida, la menor tasa de natalidad, el mayor costo de la salud, la atención a las personas con discapacidad, la volatilidad de los empleos, la crisis de las industrias tradicionales, la falta de trabajadores formados (y la exclusión de quienes no lo están), la proliferación de derechos nuevos y el activismo judicial para efectivizarlos. Todo ello requiere dinero creciente y abundante. Pero no de una sola vez, como impuesto a los ricos, sino como flujo permanente sobre la base de una mayor productividad.
Cuando el índice de riesgo país aumenta, no solamente cuesta más dinero al Estado, sino que también asusta a los mismísimos argentinos, quemados con leche mil veces. Desde 1901 se contabilizan 22 crisis, la mayoría por déficit fiscal. A pesar de los 400.000 millones de dólares fuera del sistema, cuando el riesgo aumenta nadie se atreve a ahorrar en bancos locales, ni a comprar inmuebles, ni a abrir comercios o expandir los que tienen. Ello traba las obras de infraestructura, saneamiento o viviendas y encarece los proyectos mineros, de hidrocarburos o de energía. El correlato social de esas reticencias inversoras es obvio: no crecerá el empleo regular, ni el nivel de ingresos, ni el ansiado consumo, ni los aportes previsionales, ni los recursos públicos, mientras no baje el riesgo país.
El índice desdeñado, dicho en criollo, revela que esta gran nación de clases medias, con aspiración a casa propia y a educar hijos “para doctores”, se ha transformado en una timba de corto plazo. Cuando emula al de Bolivia y decuplica al de Uruguay, hay una distorsión grave que no se puede ignorar. Quien apuesta fondos en la Argentina exige una rentabilidad inusual porque teme de los argentinos y de su historia. En los países estables, les basta un recupero lento, pero seguro. Su cálculo financiero o DCF (“Discounted Cash Flow”) toma en cuenta el riesgo país. Cuanto más bajo, más atractivo para invertir. Cuanto más alto, más especulativo. No hay tutía.
Luego de la derrota de Javier Milei en las elecciones bonaerenses y el rechazo a vetos de leyes que demandan gasto fiscal, el valor de las principales empresas argentinas cayó 7865 millones de dólares en un solo día. Como ante pirañas que huelen sangre en el Amazonas, el Banco Central debió vender 1100 millones de dólares en tres días para sostener al tipo de cambio en el techo de la banda. La corrida fue aventada con el auxilio del Tesoro estadounidense, con la promesa de un swap de 20.000 millones de dólares que cubriría los vencimientos de deuda soberana dolarizada (Globales, Bonares y Bopreal) y repos hasta abril de 2027 inclusive. Afortunadamente, el Central recuperó siete veces más lo perdido, gracias a la eliminación de las retenciones por solo tres días.
Pero la crisis debe ser tomada como una lección. La Argentina carece de moneda y de reputación, esa es la principal diferencia con nuestros vecinos.