Que a nadie le quepa duda, el tango comienza de a poco. Como un hálito. Casi como un deseo compartido. Como una urgencia de gritar, en cuánta melange de nacionalidades nos metimos porque somos una manga de gringos, hablantes de cocoliche, extraños balbuceos de inmigrantes recién llegados con la llave del lunfardo para poder entender Buenos Aires, la arrogante del Plata. Decirnos, comunicarnos. Grito desesperado de mishiadura mistonga arañando un destino; habitantes de la periferia, zona roja donde las luces no alcanzan. Vinieron de lejos allende los mares, con penas bajo el brazo, para vivir aquí donde comenzaba hacerse y el tango era tan sólo un purrete repleto de sueños.
Tal vez por buscar un aliado apeló a la música, esa escondida y oscura era la compañía, hecha con guapeza en que el compás era más importante que la melodía, porque marcando el ritmo invitaba al movimiento. Al principio, guitarras por doquier, flauta, violín, mandolín o bandurria, muy lejana a la formación que hoy conocemos, piano, contrabajo, violín, y la voz varonil del bandoneón. El bandoneón que empilcha con prestancia vital al tango, toma su nombre de quien inicialmente lo comercializa en Alemania, tierra de origen del instrumento, Heinrich Band (1860), habiéndolo diseñado Carl Friedrich Utilig y Carl Zimmerman. Dando lugar a las primeras fábricas de los preciados bandoneones alemanes E.L.A y del ya notorio AA, o “Doble A”, como se lo conoce en la jerga tanguera.
Han existido grandes ejecutantes de este instrumento forjado en Europa y adoptado en la Argentina, como fiel arquetipo representativo de nuestra música popular; podemos mencionar a Arturo Bernstein, Eduardo Arolas “El tigre del bandoneón”, como a Pedro Maffia, talentoso, innovador, dueño de una técnica depurada. Ni qué hablar de Aníbal Troilo, que obtenía ese rezongo casi de lamento en cada una de sus versiones. Pedro Laurenz, el propio Astor Piazzolla, Leopoldo Federico, o el joven Rubén Juárez. No son los únicos, sucede que ellos sintetizan de alguna manera la evolución musical y la popularidad que han logrado con el instrumento; antes y después son muchísimos los bandoneonistas que honran al tango. El bandoneón tiene una gran virtud, no solo interpreta el tango, sino también se anima con la chacarera en Santiago del Estero, o el chamamé en Corrientes, posibilidad sonora que se ha convertido en baluarte y tradición.
En el sorprendente libro de Ernesto Sábato, “Tango, discusión y clave”, se acentúa el conocimiento de esta música rioplatense por ser natural a Buenos Aires y el Uruguay, cuya trascendencia es de aprobación y admiración en el mundo entero. Sábato Hace una cita perteneciente a García Jiménez, hablando de la irrupción del bandoneón en el tango, cuyo protagonismo es fundamental: “Cuando este instrumento entró con legítima arrogancia en las orquestas del tango, otros declinan y al fin se van, la flauta, primero, porque en el nuevo compás grave no pegan sus agudezas saltarinas; la guitarra después porque su monocorde acompañamiento es desterrado por el del piano.” Y, con respecto a los fenómenos músicos que lo portan, dice: “Desde los dedos augurales del pardo Sebastián, a la vocación conductora de Aníbal Troilo, convierte al bandoneón en la caja de música de su alma, donde guarda todas las claves del conjunto orquestal; la historia de este instrumento, entre nosotros, muestra una fila de cultores excepcionales..”.
Tal vez en esta evocación nostálgica de Troilo y Enríque Cadícamo, “Pa´que bailen los muchachos”, escrita en 1942, podamos entender la razón del bandoneón en el tango y la vida: “No te quejes, bandoneón, / que me duele el corazón. / Quien por celos va sufriendo, / su cariño va diciendo, / no te quejes, bandoneón, / que esta noche toco yo.”
El bandoneón respira lento, aspira y expira dando vida a la música de un país todo. Su voz no tiene igual, marca el tempo, canta, se corta solo en la magia posesiva de la expresión, establece territorio por derecho propio, pero Argentina está metida en su corazón, Tango, Chacarera o Chamamé, a él le da igual.
Adalberto Balduino