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/Ellitoral.com.ar/ Opinión

El regente

Por Emilio Zola

Especial para El Litoral

El escamoteo del 30 por ciento de la coparticipación que recibía hasta agosto la Ciudad Autónoma de Buenos Aires representa mucho más que la inclemente reducción de recursos a uno de los distritos con mayor densidad poblacional del país, pues los efectos de la cimitarra presidencial desangraron hasta la inanición el clima de concordia que supo brillar en el transcurso de los primeros meses de pandemia, cuando Argentina mostraba con orgullo la mancomunión de gobernantes enrolados en distintos pensamientos políticos.

De buenas a primeras los argentinos fueron despojados de un patrimonio intangible, pero esencial para inspirar tranquilidad a un pueblo atravesado por la incertidumbre. La virtud del diálogo entre los que tienen la responsabilidad de gobernar, material escaso si los hay en el concierto político global, había sido un punto a favor en medio de las dramáticas dificultades económicas ocasionadas por la estricta cuarentena de los primeros meses, pesares a los que luego se sumó la escalada de contagios con la consiguiente pérdida de vidas humanas.

Desde el pegajoso terreno de las intrigas palaciegas surgieron dos certezas: el presidente Alberto Fernández no es el componedor que prometió ir de frente con aquella consigna de “volvimos y vamos a ser mejores”, y el jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, es un tiempista con una clara potencialidad electoral a futuro, producto del temple demostrado al guardar mesura cuando, quien se decía su amigo, tomó el camino fácil de quitarle presupuesto a un distrito supuestamente rico para resolver el problema de una provincia supuestamente pobre. Ni lo uno ni lo otro, porque ambas Buenos Aires reportan bolsones de pobreza y marmitas de riqueza en un claroscuro que, al final de cuentas, las torna complementarias.

Sin aviso previo y por medio de un decreto de legalidad dudosa, el jefe de Estado desvistió un santo para vestir a otro, pero con la singularidad de que el despojado pertenece a la fuerza partidaria opositora y el favorecido es uno de los entenados políticos de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. La justificación: resolver el problema del atraso salarial de una fuerza policial sublevada, capaz de sitiar la residencia presidencial de Olivos para reproducir imágenes reminiscentes de los años más oscuros de la historia nacional.

Rodeado por referentes de distintos partidos que habían acudido a su convocatoria para respaldar al gobierno democrático, Alberto hundió el puñal en la alcancía de Rodríguez Larreta en el momento menos pensado. Descomprimió el conflicto policial y oxigenó las arcas del gobernador Axel Kicilloff, pero desató una reacción en cadena que nadie sabe dónde puede terminar, a juzgar por el meteórico enrarecimiento de una atmósfera institucional que en cuestión de horas excretó purulentos conflictos que van desde la disgregación del frente gobernante a la desesperada carrera por contener la pérdida de reservas con un cepo “reloaded”, que enturbia toda perspectiva de futuro.

La pérdida de popularidad de Alberto ya había comenzado con el caso Vicentin, pero se acentuó con el truncamiento de coparticipación a Caba en beneficio de una superprovincia que constituye el cimiento electoral del peronismo, en el que se recorta con claridad el liderazgo acorazado de Cristina Fernández de Kirchner, blindada por cortesanos especializados en mover los hilos invisibles de un submundo de poderes territoriales en el que todos esconden facones debajo del poncho. De allí que no resulten descabelladas las teorías sobre el verdadero origen de la insurrección policial, en razón del resultado de la protesta y de una pregunta que siempre hay que hacerse para descifrar el enigma bonaerense: ¿Quién ganó y quién perdió con el alzamiento de los azules encabezados por Sergio Berni? 

Berni, el mismo ministro de Seguridad que se jacta de no mantener relación con el presidente y resiste con traje de amianto un acto de sedición que hubiera incinerado a cualquier otro funcionario, es el extremo del iceberg de una interna que percude la autoridad de Alberto Fernández mientras hace eclosión la crisis del dólar, acompasada por la insensata pulseada de recetas entre el ministro de Economía, Martín Guzmán, y el presidente del Banco Central, Miguel Pesce. La refriega entre los dos principales espadachines de las finanzas albertistas corre el velo de ilusiones que edulcoraban la realidad crítica de la Argentina hasta hace pocos meses: si es que alguna vez lo hubo, ya no existe aquel gobierno concertador y tolerante de los primeros días. Se transfiguró en uno jaqueado por la pandemia que, en vez de ocuparse de los grandes desafíos, distrae energías en desplazar de sus cargos a los jueces que investigaron a la actual vicepresidenta.

La escasez de reservas y la ausencia absoluta de confianza no sólo de las grandes corporaciones radicadas en el país, sino del empresario Pyme y del ciudadano de a pie que corre a comprar 100 dólares en el mercado negro para protegerse de un eventual apocalipsis monetario, son parte de una realidad que la administración Fernández no logra enfrentar con las soluciones políticas que demanda una sociedad desahuciada. Ni el IFE, ni la proliferación de subsidios que el Gobierno reparte para calmar a las masas más castigadas por la paralización económica alcanzan para reinstalar el concepto esperanzador de la pospandemia, según el cual “esto también pasará”.

Porque cuando pase la pandemia y llegue el momento de la vacuna, las consecuencias sociales serán tan o más graves que las ocasionadas por el coronavirus en los miles de infectados. ¿Quién pondrá un dólar para generar crecimiento en la Argentina? La pregunta debería responderse desde la planificación estratégica, con un plan de captación de inversores que ofrezca garantías para que el capital se instale con la seguridad de que sus dólares no quedarán encerrados por un cepo que hoy impide importar insumos indispensables para la producción de tecnología.

En el actual escenario hasta el expresidente Mauricio Macri, responsable de una fenomenal fuga de capitales que endeudó a los argentinos en vano, se frota las manos ante las posibilidades de regresar al poder. Y vuelve al ruedo con una carta en la que enrostra responsabilidades al Gobierno actual sin una gota de autocrítica. Pero su misiva tiene otro destinatario. Uno tácito que representa el peligro de quedarse con el liderazgo opositor a fuerza de tenacidad y circunspección, llamado Horacio.

El jefe de Gobierno de la ciudad más importante del país apunta alto desde la gestión, abre la economía con una curva de contagios que se mantiene elevada pero con tendencia a la disminución y se atreve a abordar el desafío del regreso a clases. Instalado por el albertismo en el rol de víctima del arbitrio decretista que le birló 30.000 millones de pesos, su figura se nacionaliza con un perfil comparable al de los líderes europeos que decidieron convivir con el virus a través de protocolos que cuiden la salud de los más vulnerables sin perjudicar a los sectores del trabajo y la producción.

La reacción de Macri también alimenta a su sucesor en el Gobierno de la Ciudad. El afán del expresidente es no perder la centralidad que dilapidó con su tour por París y Saint Tropez mientras el más hábil de sus herederos políticos se mantuvo en la trinchera, se avino a trabajar en equipo con sus adversarios y sufrió estoico las felonías de conocimiento público.

Rodríguez Larreta hoy da batalla en la Corte para recuperar los fondos amputados mientras es observado por la ciudadanía a través del prisma del desencanto disparado por los dislates de Alberto, cuyos desvaríos anticipan el pensamiento colectivo sobre el voto admonitorio que habrá de emitir la argentinidad en 2021. A partir de allí no es tan difícil hacerse la idea de una contrafigura que sin reeditar la experiencia macrista proponga un camino de coherencia institucional como el que, al menos en este corto lapso de nueva normalidad, demostró el regente porteño.

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