Para resolver los problemas económicos y sociales del país siempre hubo dos caminos. El criterio inclusivo inspirado en la mirada social que en sus tiempos de apogeo el peronismo prodigó a los desposeídos y el criterio productivista motorizado por la idea del libre mercado como esquema ordenador de las capas poblacionales, conforme el esfuerzo que cada individuo despliega para alcanzar el éxito.
En el primero de los caminos se prefigura la necesidad de un Estado presente, protector y potente, cuyas intervenciones equilibren intereses en un conflicto constante: el afán de los empresarios de ganar más dinero siempre (algo que forma parte de la naturaleza de quien hace negocios) y el deseo de los trabajadores de percibir salarios acordes a la rentabilidad de sus empleadores en un escenario donde –se sabe- el trabajo registrado no abunda.
En este contexto de yuxtaposición de intereses predomina en los sectores más influyentes de la pirámide social la doctrina de la libertad de mercado, una perspectiva ideológica basada en las ideas de John Locke, el filósofo inglés que definió a la economía como el origen de la política y a esta última como una ciencia subordinada a la primera, creada por el hombre con el fin de salvaguardar la propiedad.
El capitalismo moderno toma premisas de Locke y las conjuga con las teorías fundacionales de Adam Smith, primer cultor del capitalismo y disparador de pensamientos de corte individualista que descarta principios de solidaridad. “No es de la benevolencia del carnicero o del panadero que saciaremos nuestro hambre, sino de su preocupación por defender sus propios intereses”, dijo Smith para plantar los cimientos de un sistema económico que valora la astucia, la perspicacia y el mérito de cada uno como principal factor de progreso.
El problema se complejizó cuando, en el siglo XIX, las grandes masas de trabajadores comenzaron a reclamar mejores condiciones de vida frente a una realidad que los sometía a una esclavitud industrialista, condenándolos a supervivir en pocilgas y a morir por causas evitables mientras los dueños de las máquinas engrosaban sus alforjas. En ese punto, el alemán Karl Marx desarrolló el concepto de la plusvalía e iluminó el pensamiento de distintos líderes proletarios, que además fueron apuntalados por la Encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII, creadora de lo que hoy se conoce como Doctrina Social de la Iglesia.
Frente a las inequidades consentidas por el sistema imperante, propias del trato abusivo que sufrían las clases trabajadoras, surgió la necesidad de una autoridad arbitral que, amén de organizar la convivencia pacífica de los pueblos, proporcionara herramientas a los más vulnerables de modo tal que sus existencias resultaran menos desgraciadas. Hubo levantamientos en distintos puntos de Europa y finalmente estalló la revolución Bolchevique en Rusia, con un paradigma de igualdad que con el transcurrir de los años fue inoculado y transmutó en el autoritarismo extremo del ya hoy extinto comunismo.
No fue sino hasta la aparición de las propuestas distributivas de John Maynard Keynes que, al menos el mundo occidental, pudo poner en práctica el principio de igualdad y fraternidad defendido por el constitucionalismo clásico, nacido con la Revolución Francesa y la carta Filadelfia. ¿Qué decía Keynes? Que para garantizar la renta de los capitalistas era fundamental inyectar recursos a los consumidores mediante políticas expansivas que pusieran en marcha un círculo virtuoso: más se consume, más calidad de vida obtienen los consumidores, más rentabilidad disfrutan los productores de bienes y mejores salarios pueden percibir sus empleados, que no son otros que los mismos consumidores.
El Estado resultó siempre necesario en ese plan de acción del mundo moderno. Era indispensable que la autoridad estatal, con el monopolio de la fuerza repartido por la división de poderes de Montesquieu, actuara para evitar la concentración de riquezas en perjuicio de las posibilidades a las que podían acceder las capas poblacionales de estatus inferior. De otro modo, “los de abajo” volverían a tocar fondo y perderían capacidad de consumo hasta socavar la rentabilidad empresaria y contraer la economía por ese fenómeno llamado recesión.
La regla básica es que a menor demanda mayor oferta. Desde esa perspectiva, ante la disminución del consumo se supone que deberían bajar los precios. Sin embargo, apareció en escena la desigualdad social y el escalón entre los que más ganan y los que menos ganan se convirtió en un abismo que hoy, como sucede en la Argentina, resulta muy difícil de remontar. Y en ese contexto los productores de bienes y servicios pueden desarrollar estrategias de comercialización que permiten obtener buenos dividendos vendiendo menos, circunscripto su radio de alcance a un sector determinado: el 60 por ciento que se halla por encima de la línea de pobreza.
La pregunta es qué pasaría con el 40 por ciento caído por debajo de los índices de pobreza si el Estado no estuviera para proporcionar medidas de contención. Según el candidato de La Libertad Avanza, Javier Milei, una persona es libre en el sentido lato de la expresión. Es libre de trabajar o no, de estudiar o no, de comer o no. Incluso es libre de morirse como si morir por falta de un sistema de salud pública que lo acoja en caso de enfermedad o accidente operase bajo la autonomía de la voluntad.
¿Se puede resolver el déficit fiscal dejando morir al 40 por ciento que –a los ojos libertarios- no produce? De poder se puede, pero hay límites morales y constitucionales que defienden el derecho a la vida, así como existe el principio general de dignidad humana. Incluso el derecho penal castiga los delitos por omisión como es el caso de no prestar auxilio en caso de ser evidente que una persona necesite ayuda.
Queda claro que el rol del Estado es irremplazable. Pensar en un mundo sin el orden establecido por el sistema jurídico que a su vez es ejecutado por autoridades elegidas mediante el voto es transportarse a la era precámbrica, con el agravante de que hoy los medios disponibles para la dañosidad son –a todas luces- abrumadoramente superiores. Autodestructivos sería la palabra.
Cualquiera sea el camino elegido por la sociedad en octubre, la presencia de un estamento público que regule los desequilibrios y las injusticias del mercado será determinante para saber qué país heredarán las futuras generaciones. Puede que el mensaje antiestado triunfe y todo se privatice, incluso que se suprima la soberanía monetaria mediante la adopción de divisa extranjera (la dolarización que tanto seduce pero pocos entienden), puede que los números macroeconómicos arrojen resultados positivos y que la Argentina vuelva a ser el granero del mundo que primó con la generación del 80, pero… ¿Cuál será el costo social a pagar para llegar allí?
Sergio Massa, el ministro candidato que intenta juntar votos mientras conduce una economía desastrada en el epílogo de una gestión fracasada como la de Alberto Fernández, propone peronismo a la usanza tradicional, en un mix de recetas progres y pragmáticas, dando y ajustando según el momento. Promete cuidar derechos conquistados durante décadas de luchas proletarias, pero forma parte del problema. Si el Estado argentino falló no es por el modelo keynesiano, sino porque quienes lo condujeron hasta ahora se aferraron a dogmas de privilegio, acomodo y corrupción naturalizada. Confundieron lo público con lo propio y se enriquecieron mientras medio país se hacía trizas en el fondo de las piletas sin agua.
Sin embargo, la esperanza de que alguna porción de la llamada “casta” haya aprendido la lección después de las primarias justifica que una parte importante de los argentinos siga dispuesta a votar por opciones prudentes, sin dejarse llevar por los hechizos de los flautistas de Hamelin. Aparecen en el horizonte ejemplos de que todo lo contrario al pregón minarquista funciona y ofrece resultados ponderables, exitosos, superadores. Dinamarca por ejemplo. Allí todo es estatal; escuelas, universidades, hospitales, sistema jubilatorio. Y cada asalariado paga como mínimo un 38 por ciento de impuestos sobre sus ingresos anuales. El nivel más alto de presión tributaria en uno de los países más desarrollados de Europa. La gran diferencia es que el Estado devuelve lo pagado en servicios de excelencia. He allí el camino.