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Laura Giordani o “esas líneas invisibles que unen la sangre”

Nació en Córdoba en 1964. Escritora y poeta, en la actualidad reside en España. Ha publicado “Materia Oscura” (2010), “Noche sin Clausura” (2012), “Antes de desaparecer” (2014), “Una lengua impropia” (2014) “La infancia que nos aguarda” (2016), "Manca terra" (2020) y las plaquettes “Celebración del brote” (2009), “Las varas del zahorí: poemas de la sed” (2013) y "Monte adentro"(2018). Sus poemas han sido incluidos en diversas antologías y traducidos al árabe, portugués, inglés y griego.

Sabado, 23 de noviembre de 2024 a las 12:54

Poética
Creo que lo que me lleva a escribir es la necesidad de poner palabras a la experiencia, brutal y hermosa, de estar viva. De atreverse a abrir los párpados un poco más sin deslumbrarse. Me resulta casi imposible escindir la escritura de mi propia vida: se ha convertido en una vivencia orgánica que ha configurado mi manera de estar en el mundo, de respirar. Tomando prestadas las palabras del poeta español Antonio Gamoneda, la poesía es un modo de “intensificar la conciencia” y añadiría, de compartir ese fulgor con otros.
La escritura poética ha sido mi íntima forma de resistencia. Una forma de viajar hasta aquella niña de ocho años que camino de la escuela encontró un pájaro derribado a pedradas y decirle: “no me acostumbré, su ortopedia para sobrellevar el horror no funcionó. Me siguen doliendo esos pájaros”
El proceso creativo continúa siendo un misterio para mí. He intentado establecer rutinas escriturales; pero en lo que se refiere a poesía, cada intento de hacer maderable el bosque ha naufragado. Será porque la escritura poética surge de un exceso, como el ámbar que brota del tronco de algunos árboles y cuya aparición es imposible predecir, y mucho menos, controlar. Un desborde que ha debido resquebrajarnos previamente para poder asomar. Hay gestos cotidianos que pueden ayudar a sintonizar esa música que fermenta en el interior, pero, al menos en mi experiencia, esa disciplina se asemeja a una especie de ofrecimiento, de dejarse decir por otra voz inaudible la mayor parte del tiempo.
Nunca escribimos solos, quizás así lo creemos para sostener esa superstición del “artista singular”. Si miramos a los costados y sobre todo abajo, vemos que, a medida que nos acercamos a esa palabra que alumbra, nos acompañan todos los insectos que aplastamos, el perro moribundo en la cuneta, la infancia llorando todavía los pájaros derribados, nuestros desaparecidos, esos árboles que siguen creciendo dentro.
El lenguaje poético nos hace desobedientes ante una forma de mirar y nombrar el mundo. Esa desobediencia no tiene que ver necesariamente con la elección de ciertos temas, sino más bien con el lugar en el que nos situamos, desde qué posición hablamos. Y da igual si lo hacemos sobre una taza rota, un diente de leche o un acontecimiento ínfimo. La medida en que un poema nos invite a respirar de otra manera en un sistema que nos asfixia, a resistir para que nuestros párpados no caigan definitivamente de resignación.
La poesía es crecientemente incómoda en nuestras sociedades uterinas: requiere detenimiento y este sistema tiene pánico a la lentitud y al silencio; su nota clave es el vértigo, la cultura del zapping y la evanescencia. No queremos saber que la vida es frágil y existe la muerte.
A la poesía le pasa lo que a los bosques: cada vez más escasos y por ello, más necesarios para respirar. Una cuestión de resistencia del espíritu humano ante el arrase. Una creciente cuestión de supervivencia.
Laura Giordani

 

MUESTRARIO MÍNIMO

El rastro de los caracoles

subiendo por los pies
después de la lluvia

no pueden apagar

la cruz del sur
yerra celeste quemando
aún la frente
el paso austral
de la noche
el clamor de las chicharras
reverberando en el cráneo
como voces de niños
en una ciudad
abandonada

aunque los caracoles
hoy avancen sobre cristales rotos

no pueden
apagarlo.

 

**
A dónde van a morir
los pájaros, sus pulmones
calcinados de vuelo por qué
sumidero celeste o anti-nido
se fugan, desde dónde
esa caída de estrella discreta como la muerte. 

Cielo y tierra se tocan
porque existen ellos trazando esas líneas
invisibles que unen la sangre
al relámpago, la garganta
a la lluvia, las plegarias 
de la madre al desastre
inminente. 
Qué ciudad de hormigas 
reclama su sombra, qué
viento se lleva sus huesitos 
blancos, naufragados en la altura 
hasta hacerlos transparentes. 

En qué momento de nuestra ceguera
se desploman.

 

**
La savia del poema
circula
por nervaduras invisibles:
en lo sumergido,
su fuerza.

Enterrar palabras,
sepultura sin tregua
para decir lo que nunca
puede decirse del todo.

Luego
desenterrarlas,
profanar esas tumbas,
ver qué hizo el barro
con ellas.

 

**
                                                  A mi padre
El sobretodo azul que pusiste
sobre los hombros de la muchacha aquella
volvía empapada del interrogatorio
temblando
la mojaban la picaneaban
cada noche
la dejaban junto a tu colchón
con un llanto parecido al de un cachorro
ese gesto a pesar del miedo
a pesar del miedo te sacaste el sobretodo azul
para abrigarla
no poder dejar de darle ese casi todo
en medio del sobretodo espanto
la dignidad puede resistir
azul
en apenas dos metros de tela
y en esos centímetros que tu mano
sorteó en la oscuridad hasta sus hombros

sobre todo

 

**
ANAHATA
Inclinarse niña adentro [23º 17’]
Tu mano pajarito sin peso
-ese peso insoportable de lo limpio-
entre mis manos:
las ahueco hasta la inclinación
precisa
de nuestra infancia.
           Mira cuánta sal en los dedos
           por no haber dicho a tiempo lágrima.

Me miro en tus ojos-míos
mis ojos-tuyos:
agüita de charco recién llovido
            menta arrancada del corazón.
Espacio y tiempo colapsan
en nuestro abrazo
- trapito tibio para tanta pérdida desde que dejé este patio.

Vengo desde nuestro futuro
a ahuyentar la nostalgia:
malsana arboleda floreciendo adentro
jilguero reseco que todavía canta
[Verás cómo respiran los eucaliptos del monte
sin miedo.
Niña que se quedó esperando
en un pliegue del miocardio:
no más pájaros muertos camino a la escuela
en tu garganta la extraña ave
que me des-cor-rompe
-molécula a molécula-
y agujerea con su vuelo este falso cielo.

Dame lo intacto
el barro primero
habla un lenguaje que no sea adquisición:
palabras-lepra-de-lo-vivido
ajena todavía a esta violencia
adulta de nombrar.

Canta la canción olvidada
su rosado definitivo
como cicatriz del vientre
o la marca de agua
en la fachada de la casa.

Tiempo de cerrar los ojos
tiempo de escribir con tus manos
- atorada de pájaros y pétalos -
decir:
         estoy perdida
          regreso con la afasia de los recién perdonados.
        Ya no recuerdo cómo partir el Uno en pronombres.

 

**
La herida es el lugar por donde entra la luz
                                                  Rumi

Sobre agujas, goteros y relojes rotos, avanza descalza, sin herir sus pies. 
De tan heridos, han florecido con ese rosado escandaloso de la piel nueva cuando asoma.
No escucha las advertencias de los pisamundos.
Bienaventurada la que revela la belleza de la herida: restaurada —no con oro— sino con la propia saliva. La que puede caminar descalza sin sangrar, su pura indefensión.
Bienaventurada la que repara lo que nuestra ceguera destroza: ese desguace sin término de la infancia.

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