Ahora que Milei fue robustecido por el resultado electoral y luce una musculatura política intimidante, a la vez que actúa con la autosuficiencia del estadista magnánimo dispuesto al diálogo interfuerzas en busca de -en teoría- una mejor calidad de vida para todos los argentinos llega la hora de otear el horizonte para dilucidar qué viene.
¿Se radicalizará a partir del triunfo? ¿O buscará un acuerdo de gobernabilidad a través del consenso con las representaciones provinciales? ¿Se encaminará hacia una dimensión más ortodoxa, sin los estallidos anímicos que lo llevaron a romper potenciales concertaciones a insulto pelado? ¿O más temprano que tarde perderá los estribos para concentrar el poder en el fundamentalismo libertario representado, más que por él, por Karina, la “Gran Hermana” inspirada en 1984, la novela distópica de Orwell?
La rajante renuncia del (ahora ex) jefe de Gabinete Guillermo Francos, indica que el karinismo multiplica sus tentáculos en una estructura de poder que estuvo a punto de reducirla a las sombras de la consejería oficiosa, pero que a partir de los resultados del 26 de noviembre demostró que su armado federal resultó eficaz. Tanto como para que, en pocas horas, una administración que se tambaleaba en los acantilados de su propia hecatombe, se convirtiera en un ejemplo global del éxito que pueden alcanzar las políticas ultraliberales.
Ni tanto ni tan poco. Karina Milei no es la dueña del éxito ni mucho menos. Fue su hermano el que jugó a todo o nada en la apuesta por la simbiosis político-ideológica con Donald Trump, presidente de una potencia imperial que alguna vez ganó territorios en acuerdos económicos con Francia y que, en otra variante de sus ardides, anexó medio México a sangre y fuego.
Desde el plano estrictamente coyuntural, Milei acertó en su alianza con Estados Unidos. Gracias a las divisas de su amigo piel de naranja se salvó del abismo cuando faltaban pocos días para las elecciones y todo hacía prever que, con un Banco Central sin reservas, el plan económico de las bandas para controlar el dólar se iba a ir por las cañerías de la Casa Rosada. Pero el ministro Luis “Toto” Caputo apeló a su viejo amigo y colega trader Scott Bessent, quien dio un volantazo en la política internacional norteamericana a través de la intervención del Tesoro en el mercado cambiario argentino.
Si un día el gobierno de La Libertad Avanza se encaminaba al fracaso por la falta de dólares, al día siguiente la gestión encabezada por Javier Milei miró al futuro con la tranquilidad de una legitimación electoral que le permite avanzar en transformaciones que -según él- elevarán al país al olimpo de las naciones desarrolladas. Y es allí donde saca tajada el padrino yankee, que -como veremos más adelante- se cobrará con creces el favor.
¿Cuál es el desarrollo que persigue el dogma anarcocapitalista del más exótico de los presidentes argentinos? Su meta es entregar los factores de producción a los grupos económicos transnacionales interesados en rubros determinantes como el gas, el litio, las tierras raras y la energía. Sostiene que la inversión privada es el motor del crecimiento y que el Estado demostró ser inepto para tales fines.
La desregulación laboral encabeza un paquete de medidas que busca blindar el déficit cero sobre la base de altos costos sociales que se miden en muertes por razones evitables como enfermedades complejas no tratadas y accidentes de tránsito acaecidos sobre rutas abandonadas, jubilados con ingresos miserables sin la debida provisión de medicamentos, establecimientos educativos desfinanciados y una red de contención pública que se reducirá a su mínima expresión porque lo importante -para las ideas “del cielo”- es que el recurso público no sea gastado en fines “improductivos”.
Para Milei y Murray Rothbard, el economista cuya obra devoró en tiempos de estudiante hasta volverse un fundamentalista antiestado, la doctrina de la solidaridad consagrada en el constitucionalismo social del siglo XX es el camino de la perdición porque implica redistribución. Gravar las actividades de alto rendimiento que tienden a concentrar riquezas para financiar políticas equilibradoras de las desigualdades sociales es un pecado en razón de que limita la mano invisible del mercado.
La biblia de la escuela austríaca condena como “flagrante robo” el acto de exigir a los grandes generadores de empleo que contribuyan a la futura jubilación y al seguro médico de sus trabajadores en razón de que tal carga tributaria desincentiva un supuesto pulso natural del entrepreneur por la gestación de nuevos proyectos de los cuales, siempre dentro de la misma teoría, derramarán roles laborales redituables que prescindirán de la paternidad estatal de manera tal que la humanidad toda habite en un universo nuevo de libre competencia según méritos, aptitudes y esfuerzos personales.
El problema de la lógica libertaria es la incoherencia histórica. Las naciones desarrolladas que, como Estados Unidos, hoy promueven modelos neoliberales en los cuales el trabajo se interpreta como conquista individual (muy lejos de las reivindicaciones colectivistas consagradas bajo la forma de derechos de segunda generación) crecieron y se hicieron fuertes al amparo de políticas estatales que subsidiaron, inyectaron recursos a los asalariados, ampararon a los desocupados y sostuvieron la dinámica de negocios mediante programas como el New Deal de Franklin Roosevelt, quien puso en marcha un aluvión de ayudas sociales para salir de la crisis de 1930.
Hoy aquellos países que en el siglo pasado se vieron jaqueados por las fallas del sistema capitalista, encaramados ellos en el pináculo mundial de la tecnología digital, pregonan todo lo contrario de aquello que los ayudó a crecer. La consigna es que la privatización de lo público sea vista como la única salida posible en los países sometidos por el peso de sus siderales endeudamientos, de manera que los recursos naturales de las naciones sojuzgadas se conviertan en insumo exclusivo de los líderes económicos occidentales.
Tanto se han convencido de que la receta de la desregulación es el único camino que Europa, en su momento rescatada por el iniciativa norteamericana con el Plan Marshall, no logra corregir el rumbo de incertidumbre en el que discurre como consecuencia de la drástica disminución de la natalidad, con una edad promedio de 49 años. Es decir, cada vez hay más gerontes que producen menos y cada vez hay menos niños que representen expectativa de futuro.
¿La razón? Es sociológica, cultural, pero fundamentalmente económica. Veamos: una pareja de 30 a 35 años que vive en Italia, España o Francia ha visto deteriorarse su capacidad de consumo a medida que las start ups ganaron terreno en el mar de la informalidad. El home office dio lugar a la paga irregular, en horarios flexibles y “on demand”, con lo cual el vínculo entre empleador y trabajador se tornó volátil, cortoplacista y efímero. En tales condiciones, muchos adultos jóvenes han perdido el deseo de concebir ante las dificultades materiales que implica traer un niño al mundo.
Tener hijos dejó de ser un mandato decimonónico y, en el reino del neoliberalismo, cada vez son menos los que asumen el riesgo de la crianza, pues hacerlo significa un cambio drástico para la dinámica laboral de quienes, habiendo transcurrido la primera mitad de la tercera década del siglo XXI, necesitan actualizarse, capacitarse y reinventarse constantemente para no ser descartados por la cuarta revolución industrial.
Una pareja sin hijos puede ahorrar, puede viajar y puede prosperar en sus respectivas carreras profesionales sin trabas porque no precisa de licencias por maternidad, ni llevar niños al colegio, ni ayudarlos con la tarea, ni cuidarlos cuando enferman. El costo de ese estándar de vida acomodado se empieza a vislumbrar en la senectud de las comunidades europeas, que reorientó el consumo hacia la llamada “economía plateada”, en la que se venden más andadores, prótesis y pañales de incontinencia que útiles escolares, accesorios deportivos y plazas de kínder.
Queda demostrado así que la precarización laboral que persigue Milei con su reforma en realidad es una prolongación de modelos primermundistas agotados, que ahora buscan por debajo del Ecuador canteras de operarios baratos, asfixiados por el ajuste, que compren la monserga de “sé tu propio jefe”, eufemismo utilizado para consumar desregulaciones inútiles para crear puestos de trabajo, pero útiles para disminuir la calidad del mercado laboral hasta generalizar fenómenos como la uberización.
En el mundo Uber (y de tantas otras plataformas) los choferes y vendedores no se conocen entre sí, no se sindicalizan, no tienen aguinaldo y no son libres de nada: las tarifas son impuestas por algoritmo, la app los desconecta unilateralmente en caso de conflicto y el riesgo se transfiere por completo de la empresa al individuo, quien corre con los costos de un accidente, la depreciación de la herramienta de trabajo y eventuales enfermedades que los pongan en pausa. Es el capitalismo digital que ha llegado, posiblemente, a la más eficaz de sus formas de explotación humana.