La ciudad de Corrientes se caracterizó por tener dos atractivos fundamentales en el siglo XX, el primero fue el Hipódromo General San Martín, burreros de todo el país concurrían a ver el espectáculo hípico, el segundo los prostíbulos o lupanares, sitios de encuentros de lo más caracterizado de la ciudad, un día al mes dedicado exclusivamente a los altos funcionarios gubernamentales.
Los quilombos estaban autorizados por la ley de profilaxis nacional, que exigía la existencia de las casas de tolerancia en lugares de asiento de concentraciones militares, lo único que cambió en realidad fueron los nombres, los usos y costumbres vienen de tiempos inmemoriales, la libertad sexual por más persecuciones que sufriera desde distintos ángulos y actores, siempre se impuso. El Regimiento 9 de infantería exigía los establecimientos.
Muchos eran y muy renombrados, la mayoría estaban fuera de las cuatro avenidas, salvo el ya nombrado la Esterlina de Brasil y Bolívar, en otros relatos.
Detrás de las vías del tren se ubicaban el Tiburón, por la calle Córdoba entre Lavalle y General Paz y siguiendo al oeste sobre la calle Lavalle, La Blanca y La Paiva, nombres de sus regentes.
Unas luces rojas al frente guiaban al cliente que se dirigía a La Blanca o a La Paiva, estaba ubicado frente al antiguo Club Colegiales, una zanja a cielo abierto separaba la vereda escasa de la calle, se cruzaba por un puentecito de madera. Cientos de mujeres de distinto origen trabajaron sexualmente en esos lugares, muchas de ellas murieron en el lugar, motivo por el cual el prostíbulo afectado por la tragedia esa noche cerraba, porque las pupilas -como se las llamaba- estaban generalmente enclaustradas, pocas iban y venían al trabajo, varias eran casadas.
En el lugar proliferaban las ciencias ocultas, desde curanderas a adivinas, nigromantes a tarotistas, fundamentalmente porque la presencia de cualquiera de estas féminas en alguna iglesia recibía el repudio de la población femenina, no por su trabajo, sino más bien porque tenían la certeza de que sus maridos concurrían al lugar, para dar rienda suelta a sus sueños eróticos incumplidos con sus esposas, que forjadas en la fragua de las convenciones religiosas no debían dar rienda suelta a sus instintos.
Muchas de las mujeres se casaron con sus clientes y se fueron a vivir a lugares remotos, tachando su pasado y buscando un futuro diferente.
Lo interesante del asunto que nos trae a cuento es que todavía la calle Lavalle casi Alberdi, cuando uno pasa de noche, conserva su frente antiguo de añoranza de lupanar, con el agregado de los comentarios de los vecinos y transeúntes desprevenidos, que ven la luz roja y a las muchachas fumando en la calle invitándolos a pasar, a sabiendas que son fantasmas que se niegan a abandonar el sitio.
Son los espíritus de las mujeres que murieron en el lugar, que vuelven desde el cementerio desde sus tumbas olvidadas y sacrílegas, porque eran enterradas solamente acompañadas por el dolor y el rezo de sus pares, con el desprecio hipócrita a la luz del día de los propios consumidores, asiduos clientes, sumado al odio fecundo de esposas bien casadas que soñaban en privado, con hacer lo que las pobres muchachas realizaban todos los días, privadas del goce sexual debido a su formación moral y religiosa.
Los inmuebles fueron posteriormente ocupados al clausurarse las casas de tolerancia, algunas veces por familias, otras veces como casa de pensión, lo común en todos los relatos recogidos de boca de sus habitantes, es que escuchan voces, observan apariciones de mujeres con poca ropa cantando o bailando por los espacios ocupados, ninguno de los espíritus provocó ningún escándalo, salvo sonidos de goce natural de las relaciones sexuales.
No hacen daños estos espíritus, simplemente les recuerdan a los correntinos, a muchos que lo niegan, yo no lo hago de ningún modo, que allí fueron felices y pudieron sentirse libres y humanos, sin los frenos groseros sembrados por enfermos mentales sembradores de odios y frenos a la naturaleza que ordena en este viaje terrenal ser felices.
Por experiencia les cuento que cuando vuelvo por la calle Lavalle y paso a la noche, saludo con respeto a estos espectros que me regalan la misma sonrisa que en tiempos de muchacho recibí, quizá por la piedad de mujeres experimentadas en el arte del amor que al mirar a un imberbe temblando ante ellas, le regalaban su cariño y respeto, que no es poco, así aprendí la primera lección en mi vida, respetar a las mujeres, cualquiera fuera su profesión u oficio.
Eso sí, yo puedo afirmar que no tuvimos en nuestras casas las chinitas o pobres mujeres esclavizadas que servían de siervas sexuales a los señoritos bien, como se decía groseramente para nombrar a las jóvenes de bajos recursos y poca educación, dominadas por la necesidad que aprovechaban los padres que compraban “en los andurriales”, mocitas para todo servicio.
Los espectros de la calle Lavalle sirven de recordatorio a los que fuimos y somos gracias a ellas, de paso a los que tienen deudas, muchas que pagar en la vida por su falsedad social de noche cliente y de día monje, vaya paradoja.
Los de la vieja escuela recibíamos de nuestros padres la enseñanza de respetar a todas las mujeres del mundo, cualquiera fuere su condición que constituye una excelente fórmula para lograr la plenitud en la vida pasajera que nos toca desempeñar, además del respeto al semejante, el ser humano que está dentro de la sociedad en que vivimos, no importa su color, estatura, peso, religión o inclinación política o sexual.