El auto que finalmente transportó al presidente Javier Milei desde el Congreso hasta la Casa Rosada fue un Mercedes Benz CLK 430 convertible, un modelo de fabricación más reciente que el Cadillac 1955 y el Valiant 1964 que, en un principio habían sido considerados para que el jefe de Estado saludara a las masas durante su asunción. Sin embargo, la noticia del cambio de modelo se transformó en el trasfondo de otro evento de mayor significación política por su gravedad: a bordo del descapotable alemán el nuevo mandatario sufrió un “miniatentado” que no pasó a mayores, pero que obligó a revisar la seguridad presidencial.
En medio del trayecto que Milei llevó a cabo junto con su hermana Karina (un paseo en contramano por Avenida de Mayo que es una tradición en el día de asunción del mando) un individuo que días después fue detenido arrojó una botella plástica cargada con parte de su contenido (presuntamente agua) contra el presidente. El objeto voló desde la multitud y pasó a centímetros de la cabeza de Milei, quien llegó a notar lo ocurrido y preguntó a los custodios. Las imágenes transmitidas por distintos canales de televisión dieron cuenta del momento en que el botellazo acertó en la cabeza de un policía de civil, quien sufrió escoriaciones leves (se observaba sangre en el punto de impacto).
No se trata de darle una importancia desproporcionada al incidente, pero tampoco de relativizar un hecho que demuestra la vulnerabilidad a la que se expone un presidente en actos masivos, máxime si se traslada en vehículos sin techo como los que en ocasiones especiales eligen los máximos dignatarios del mundo para tomar contacto directo con sus admiradores y connacionales.
El problema de la seguridad se incrementa en la medida en que la conflictividad social eleva los decibeles de una convivencia que se enrarece en distintos momentos históricos. Aquel 22 de noviembre de 1963, en el que John Fitzgerald Kennedy fue alcanzado por dos proyectiles mientras saludaba a las multitudes en Dallas, marcó un antes y un después en materia de seguridad para los presidentes de Estados Unidos, quienes en muy pocas ocasiones volvieron a subirse a vehículos desprotegidos. Y lo bien que hacen: si el Lincoln Continental que en el que viajaba hubiera tenido techo antibalas, el carismático líder demócrata hubiera seguido con vida.
Kennedy fue asesinado por motivos que todavía resultan misteriosos. El acusado de haber realizado los disparos, Lee Harvey Oswald, si bien fue un tirador eximio en sus años como miembro del Ejército, difícilmente haya podido acertar con un solo rifle en la cabeza del presidente como muestran las imágenes que se desclasificaron recién en la era Trump, motivo por el cual las teorías conspirativas acerca de un plan para eliminar a Kennedy por razones de alta política sobreviven hasta el día de hoy, sin respuestas concretas y con indicios que involucran hasta al propio Lindon Johnson, vicepresidente de la víctima y favorecido directo por el magnicidio, ya que asumió en su reemplazo y se quedó en la Casa Blanca dos mandatos.
Desde aquel ataque en Dallas la duda asalta a los servicios de seguridad: ¿Vale la pena correr el riesgo o es mejor desplazar a la máxima autoridad de un país bajo la coraza de un vehículo blindado? En Estados Unidos, desde hace ya varias décadas, resulta inconcebible trasladar al presidente en otro vehículo que no sea el conocido como “La Bestia”, una descomunal limusina con apariencia de auto pero construida sobre chasis de camión capaz de resistir hasta el impacto de misiles, el estallido de bombas e incluso deflagraciones bacteriológicas.
Pero el afán de los mandatarios a la hora de recibir los vítores de la sociedad muchas veces los impulsa a menospreciar el riesgo. En los últimos años pudo verse a Emmanuel Macron, actual presidente de Francia, asumir a bordo de un vehículo de reconocimiento militar en el tradicional desfile por los Campos Eliseos. Asimismo, en la que fue la tercera asunción presidencial del brasileño Luiz Inacio Lula Da Silva, fue motivo de debate hasta último momento si debía utilizarse un auto blindado o el Rolls Royce presidencial en el que finalmente el jefe de Estado saludó a sus compatriotas por las calles de Brasilia.
El caso del presidente argentino no fue muy distinto. Con menos pompas ya que no pudo utilizar el famoso Cadillac adquirido por Juan Domingo Perón en 1955, Javier Milei se subió al Mercedes CLK modelo 1998 para exhibirse con los atributos del mando junto a su hermana. Fue en esa instancia en que su atacante lanzó la botella. ¿Fue una agresión tonta o un mensaje mafioso? Todo indica que el accionar de Gastón Mercancini fue un hecho aislado y sin planificación, un acto propio de un militante kirchnerista de Concepción del Uruguay (Entre Ríos) que decidió expresar su descontento de la peor manera, bajo los efectos del alcohol. De todos modos, el incidente debería ser tomado como una advertencia en los tiempos que corren.
El presidente Milei lleva adelante una administración conflictiva como consecuencia de un severo plan de ajuste que eleva el descontento en los sectores sociales más afectados por el recorte del gasto público, motivo por el cual sus asesores deberían guardar por un tiempo los vehículos sin techo y protegerlo de cualquier peligro ante una pregunta obligada: ¿Qué pasaría con la paz social reinante en la Argentina si en vez de una botella con agua le tirasen al presidente otro objeto de lesividad mayor?
Conspirar contra la vida de un presidente constitucional, legítimamente elegido por el voto popular, implica perjudicar a millones de ciudadanos cuyas vidas son transformadas por las decisiones que adopta el jefe del Poder Ejecutivo en los modelos presidencialistas como el adoptado por la Constitución Nacional. Por ende, cuidar la vida del primer mandatario constituye una prioridad central de organismos especializados como la Casa Militar. Y con más razón cuando la volatilidad social, el choque de criterios y las internas palaciegas pueden incidir negativamente en el destino de un país al existir –como ocurre generalmente- diferencias manifiestas en el pensamiento, el estilo y la ideología de un presidente y su vice.